Tromsø, la ciudad más norteña, a 70º N, cuatro grados por encima de la línea del Círculo Polar, atemperada por la corriente del Golfo, la París del Ártico. Bueno. Una biblioteca como un mamífero marino, la vieja catedral de madera, la nueva, blanca, reluciente, llamada del Ártico, como el espinazo de una ballena, y el puente que cruza el fiordo, igualmente arqueado. Y gente pidiendo en mitad de la calle. Y Amundsen a un lado y el desgraciado Nansen al otro (no llegó al Polo Norte), cada uno en un historiado museo. Y españoles trabajando en las tiendas y servicios y turisteando: en los senderos de montaña o de compras en las caras tiendas de la ciudad. Una cena barata por 344 coronas, un desayuno (café y bollería) por 72, casi 9 euros. En las pendientes, esqueletos de bacaladeras desnudos a la espera de la temporada de pesca (entre noviembre y abril).
Amundsen
Después de que Robert Peary le birlase el Polo Norte,
el dieciséis de diciembre de mil novecientos once
Amundsen llegó el primero al Polo Sur,
treinta y cinco días antes de que Scott viera su carta.
El mérito fue para el noruego:
perros sacrificados para dar de comer a perros
frente a los caballos mongoles de Scott:
tenían que cargar con la avena que les hundía
en la nieve, el sudor se les congelaba en la piel.
Todos los caballos de Scott murieron.
Su equipo murio. Scott murió.
Años después, en un rescate,
Amundsen con su avión se perdió en el Ártico.
Todos murieron.
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