Responde
a las preguntas de la evaluadora con titubeos, a veces con silencios
prolongados y otras con una precisión sorprendente por inesperada.
Son preguntas sencillas donde el objeto escurridizo es la memoria.
También la comprensión de algunos procesos o el sentido de algunos
conceptos: testamento, herencia, préstamo, donación, las tareas del
día en la vida cotidiana, datar el tiempo, reconocer a los propios.
La entrevistadora es paciente, afectuosa incluso. La memoria juega al
escondite y a veces se muestra y otras no, arbitrariamente. La
conciencia está más viva, como si aquella, la memoria, no le fuese del todo
necesaria. La impresión que tengo, desde fuera, como observador, es
como si su mente fuese un campo de nubes cerradas que solo de tanto
en tanto se abre para que entre un rayo de luz. Esa relativa
opacidad se traslada al habla. Le cuesta arrancar, las palabras se
traban entre la lengua y los dientes y salen rotas, faltas de algunos
sonidos necesarios para hacerse inteligibles. Aunque, a veces,
parecen coger carrerilla, enderezarse y salir enteras. Por fin, a una
de las muchas preguntas, un eslabón más en la búsqueda de orden en
la mente, responde:
- Se me van yendo las buenas cosas de la vida.
Una
frase certera. La mejor descripción de lo que le está sucediendo.
Asombra que sea consciente de lo que le sucede, aunque un segundo
después no sepa lo que acaba de decir. Es emocionante ser testigo de
esos chispazos que resisten la desintegración. También es doloroso.
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