Ayer
fue un día caluroso, pero no excesivamente caluroso. Quise asistir a
un concierto de un grupo iraní de los Montes Zagros, pero se
suspendió, así que como segunda opción me acerqué al Patio de los
Romeros, se anunciaba una velada clásica. No tenía ninguna fe. El
patio estaba lleno. Cuando el pianista arrancó con Chopin los niños
seguían brincando y chillando, a las madres treintañeras, como
tiene comprobada mi experiencia y confirman los neurólogos, no les
importaba, en su código de madres no había asociación entre música
clásica y silencio. Luego, la soprano dramática francesa la
emprendió con Bellini, el señor que tenía al lado dijo “Sólo
por esto ya ha merecido la pena”, y el tenor lírico local, con
Donizetti y ambos con Puccini y Verdi. Osados, empezaron en lo más
alto, sin calentar la voz. Al final de cada pieza vencía el impulso
de levantarme e irme, pero aguanté. La tarde era agradable, los
padres más comprensivos que las madres, las arias tan bellas que se
sobreponían al voluntarioso esfuerzo de los cantantes.
Cuando
los compositores italianos desaparecieron de escena alcé la vista al
cielo por encima del prisma ortogonal de la torre. El azul
empalidecía, entreverado con ligeras nubes blancas que no impedían
que el sol desapareciese del todo. Entonces comenzó el ballet, sobre
el escenario cenital los vencejos hacían vibrar sus recortadas alas
negras en forma de hoz contra el telón azul siguiendo el ritmo que
marcaba el piano. Embelesado, caí en la abstracción, ajeno a lo de
abajo, al pequeño escenario, a las ringleras de sillas ocupadas, a
la agitación del mundo, irreductuble, pienso ahora, al comercio, al
sexo y al poder. No podía ser que semejante escenificación no fuese
el resultado de muchas sesiones de ensayos. No era posible que los
vencejos no hubiesen oído esa música antes como a mí me ocurría y
como era la primera vez que yo escuchaba la Danza para piano nº 2 de
Antonio José, todo era tan nuevo, el ballet y la música, que quedé
hechizado por las entradas y salidas de las aves, por el agitado
cimbreo de sus alas, haciendo mía la música y el baile, no vi más
que aquel rectángulo que se abría hacia el cielo en el Patio de
Romeros donde los vencejos habían acudido a rendir homenaje a
Antonio José.
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