Salman Abedi, identificado por la policía como el terrorista de Mánchester
Los
gitanos como grupo étnico y los musulmanes como colectivo religioso
nada tienen que ver con el individuo de 18 años que de un puñetazo
fulminó a un anciano de 81 años en Torrejón de Ardoz, ni con el
ignominioso atentado de Manchester que mató a 22 personas. Los
psicólogos, los psiquiatras o los neurólogos son quienes deben
tener la última palabra para explicar y contener esas conductas que
llevan al homicidio, pero está bien que se sepa que el primero era
gitano y el segundo musulmán. Ambos colectivos o minorías étnicas
o religiosas en nuestros países reclaman un estatus especial,
prefieren vivir en algunos aspectos de su vida separadamente.Manifiestan su fiera identidad desde hace siglos. Están en su
derecho a reclamarse diferentes y el resto de la sociedad debe
respetar su voluntad. Pero si quieren vivir una vida separada deben
asegurarnos que ese modo de vida no implica una amenaza para el resto
de la sociedad o para sí mismos. Por ello, cada vez que ocurre un
hecho grave que quiebra la convivencia deberían ser los primeros
interesados en reclamar un justo castigo para los miembros de su
grupo que haya participado y asegurarnos de ese modo que vivir una
vida separada no implica desconocer la ley. Por eso sorprende que las
comunidades islámicas europeas cada vez que hay un atentado con
muertos que se realiza en su nombre no salgan a manifestarse y
condenar. Lo mismo sucede cuando hay hechos delictivos en los que
está implicado alguien de etnia gitana. Y lo mismo debería suceder
si alguien matase en nombre del cristianismo o en nombre del Atlético
de Madrid. O lo que en su momento tenía que haber hecho el nacionalismo vasco.
En
cuanto a los demás, necesitamos saber aquello que libere nuestra
mente de la sospecha y el prejuicio. Necesitamos que se nos confirme
que efectivamente el joven -no sé su nombre- del puñetazo mortal es
gitano y que Salman
Abedi, el terrorista de Manchester, es musulmán, pero que el
colectivo gitano y la comunidad musulmana les repudian, abominan de
cualquier relación entre el crimen y su identidad separada y
proclamada. Ser musulmán o cristiano, gitano o payo no hace al
criminal. Ese tipo de conducta es un desarreglo de la mente que hay
que reparar y, si es posible, rescatar del pozo al individuo que ha
caído, si eso tiene remedio.
Es así, necesitamos la confirmación: que ser gitano no es una
condena que se torna en agresión, que ser musulmán es sólo un
credo inocente. Si no la distancia entre ellos y el resto,
entre los que se proclaman diferentes y los que no, se irá
afianzando, creciendo las trincheras de la desconfianza y el odio. Si no es así entonces habrá que pensar:
“Sobre la esperanza: he sabido de las últimas matanzas como consecuencia de la búsqueda de sueños de la otra vida. Caos en este mundo, felicidad en el otro. Jóvenes de barba reciente, hermosa tez y largas armas de fuego en el Boulevard Voltaire, mirando a los ojos incrédulos y hermosos de su propia generación. No fue el odio lo que mató a los inocentes, sino la fe, ese fantasma famélico, todavía venerado, incluso en barrios más tranquilos. Hace mucho tiempo alguien sentenció que la certeza infundada era una virtud. Ahora lo dice la gente más educada. He oído las retransmisiones de las mañanas de domingo de las catedrales. Los espectros más virtuosos de Europa, la religión y, cuando ésta ha flaqueado, las utopías ateas, hasta los topes de pruebas científicas, han calcinado juntos la tierra desde el siglo X hasta el XX. Y aquí están otra vez, nacidos en Oriente, buscando su milenio, enseñando a los niños pequeños a degollar a sus ositos”. (Cáscara de nuez. Ian McEwan).
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