Lo
peor, para un libro tan gordo -518 páginas de apretada letra-, es
que no te interese lo que cuenta. Las primeras 150 páginas las
dedica el autor a correrías adolescentes por su ciudad natal,
Barcelona, primero, y por las islas en un periodo vacacional,
después. Chicos y chicas y la locura limitada del desconcierto
juvenil. Es finales de los 70, muchos vivimos aquel periodo, con
correrías parecidas, pero no hay épica y el estrago de la
adolescencia no está contado con aflicción ni ciencia, sino con un
estilo de escritura que camina a tropezones, con frases donde las
palabras parecen escogidas para arañar los convencionalismos del
lector y con una sintaxis muy personal. No es mala la idea pero hay que acertar. Lo leo porque el autor,
Sabino Méndez, siempre me ha caído bien, en las letras de las
canciones que escribió para Loquillo y en los artículos que ha ido
entregando a los periódicos. El modo en que arma su
novela tiene un punto de originalidad, ir intercalando, en cada una
de las páginas, alusiones a los libros que ha leído, una especie de
pie forzado, en amplio abanico de géneros, estilos y épocas, lo que
hace que titule el libro Literatura universal, aunque muy a
menudo no siempre encajan con facilidad. Han de pasar muchas páginas
para que un atisbo de historia aparezca: la persecución de una chica
que siempre se evapora, una felación inesperada en un retrete
contada con escritura espasmódica, esta vez sí bien adecuada a la
función, o los disgustos de las familias con sus chicos alocados.
Sin embargo, la curiosidad me puede y prosigo en la lectura.
En
el segundo gran apartado de la novela, el autor desplaza sus
correrías al Madrid de la movida, a comienzos de los 80. La prosa se
normaliza algo aunque siguen sonando extrañas sus correspondencias
semánticas, su modo de construir las frases o su muy personal
adjetivación. Sigue sin haber una historia, sino más bien acopio de
sucesos. Tardes y noches en los que debiera atisbarse el resplandor
de los jóvenes bellos y geniales, pero que se queda en un recuento
de excesos: sexo, drogas y rock & rol, abundancia de chicas, que
a lo que se ve están ahí para dar placer y poco más (”... atraer
presas cuando, de jóvenes, salían a cazar hembras”), aglomeración
de chicos que descubren qué es la vida o la experimentan, poniendo
en las bandas de música y en la literatura compartida el ancla que
dé sentido, buscando el escenario en calles, locales, casas
particulares y hoteles siempre dispuestos a tenderles la alfombra del
placer y la irresponsabilidad. Sólo de tanto en tanto hace el autor
una pausa para encontrar un sentido a todo aquello, como cuando
explica el artificio que hay tras la Venus de la avenida D
de Willie DeVille, cómo la música transmite la emoción, o
cuando uno de los personajes, Cárdenas, ha crecido hasta enfrentarse
con ingeniosa labia a una banda de rumberos del extrarradio
barcelonés. Incluso el narrador se permite reflexionar sobre lo que
sea la música y la escritura, encontrando en Stevenson la almendra
de su poética: la escritura debe encontrar la pauta sensitiva y
lógica. La narración va mejorando con el paso de las páginas,
cuando el torrente de sucesos se ensimisma y la corriente de la
escritura se hace más introspectiva.
Pasados
los ochenta, en la década siguiente el protagonista desmadrado
comienza una carrera de d'j sorteando a duras penas los límites de
la verosimilitud. Si hasta entonces el dibujo del contexto histórico
y urbano, así como el de los personajes enfebrecidos que aparecen
era reconocible, porque quien más quien menos ha paseado por esos
paisajes, lo hiperbólico toma el relevo cuando las drogas se
convierten en protagonistas casi absolutas junto a conciertos masivos
por todo el mundo. Vida de lujo y derroche y la soledad y el vacío
como contrapunto, al estilo de Menos que cero de Bret Easton
Ellis: “Pasé ese periodo follándome a un montón de chicas
probablemente estúpidas, una detrás de otra, que me parecieron
notablemente mezquinas, cobardes y embusteras”. “Unicamente se
pueden decir cosas cabalmente sobre el amor cuando éste ya ha
pasado... Pero cuando el corazón ha sido fulminado, al hombre no le
queda sino callar”. La prosa vuelve a perder pie y se derrumba
cuando acaba el periodo en una especie de apocalíptico fin de los
tiempos en una fiesta concierto multitudinaria en algún lugar de la
costa amalfitana.
El
personaje vuelve a Madrid y se reinventa por tercera vez, ahora como
compositor de temas populares y jingles publicitarios y como escritor
y editor vanguardista. De ese modo le vuelve el dinero y la vida
cómoda, al tiempo que decide casarse y tener hijos. La vida de sus
compañeros y amigos de tribu sigue, acomodándose cada uno a su
modo, con los triunfos y derrotas propios. La novela sigue
avanzando mediante acumulación con algún episodio memorable como la
conversación que el protagonista oye a una actriz porno al teléfono
con una amiga, en medio de una procesión católica.
Leo
la tercera y cuarta parte de este libro al que no consigo querer pero
que me he impuesto terminar como sea con actitud de zombi lector.
Paso por las frases y las páginas como quien hoza a ver si sale
alguna perla, pero con la mente en otras cosas. En la tercera el
narrador protagonista cae en el rebuscado decadentismo del burgués
que está de vuelta. Familia, matrimonio, hijos, ese dulce y cálido
hedor que flota en la sala de estar. En la escritura a ratos
estomagante, experimenta una manera de decir entre Passolini y Corín
Tellado, y en cuanto a la vida, con Venecia como decorado, quiere
hacer ver que el dinero puede llevar al fasto evanescente de una
aristocracia del espíritu: “Ningún vino es tan terreno como ese
viejo néctar de Borgoña”. El relato desaparece del todo y sólo
queda el discurrir de la mente vertido en frases más o menos
ingeniosas. En la cuarta, como en la tercera, vuelve a aparecer la
ristra de nombres que acompañan al protagonista desde el colegio,
pero ninguno de ellos me interesa, aunque el autor
se esfuerce en mostrar sus diferencias, genialidad o patetismo. Hay
un largo y aburrido capítulo dedicado a la muerte de uno de ellos,
donde con una especie de dramatismo difuminado, algo así como
aquello que queda después de los descorches, los viejos amigos se
reúnen para ver si atienden a la demanda del amigo para ayudarle a
morir. Como en muchos episodios de esta novela el autor tiene una
idea pero no es capaz de llevarla a puerto. Los nombres, las citas de
los libros, las ciudades, los paisajes, las experiencias al límite
se revelan como una exhibición erudita, voluntariosa, donde la vida
de los personajes aparece como una colección de cosas guardadas en
un gabinete de curiosidades modernas, en las que la vida real aparece
como pálido reflejo. Llego al final con un largo uffff, cierro el
libro, vuelvo a la foto de la página de portada y pienso que en
estas memorias personales trufadas de novela no había tanto como para hacer de
ellas un RIP generacional, o quizá el autor no ha sabido o podido
hacerlo.
En
una de sus pausas reflexivas sobre la condición del escritor expone
lo que parece el proyecto del autor: “un iluso proyecto mediante el
que limpiaríamos el suelo lingüístico de nuestro siglo;
intentaríamos librarlo de todos los cachivaches que lo ensuciaban,
señalando su presencia: frases hechas, locuciones modernas, clichés
ridículos, innobles lugares comunes, errores de traducción, malas
interpretaciones, expresiones de plástico, apelaciones sintéticas y
adjetivos de poliestileno”. Enorme ambición, pero la palabra que mejor cuadra a la
novela es exhibicionismo. El autor se exhibe en la desmesura. Los
ocasionales hallazgos, sin embargo, quedan semihundidos en el
derroche de palabras.
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