Lo que tiene de admirable esta serie es la crudeza con la
que pinta el mundo de la guerra contra la droga. Son los 80, época en que se
dieron a conocer los cárteles, la suma facilidad con que se pasaba la droga del
sur al norte de América, a hacer tanto dinero que, como no saben donde
colocarlo, lo entierran en zanjas abiertas en el campo. Es la época de Pablo Escobar
y el cartel de Medellín. La serie narra esos comienzos, los laboratorios de
cocaína, el traslado a Miami, el poderío de Escobar, las enormes sumas de
dólares, el reto al Estado colombiano.
Dentro de la policía colombiana no hay héroes, menos en el
ejército, tampoco lo son los agentes de la DEA, de la embajada americana o de
la CIA, quizá algún político colombiano, no se salvan por supuesto los
periodistas. Más bien, el dibujo tiende a presentarlos a todos como corruptos,
ansiosos de venganza o movidos por algún interés bastardo. El lenguaje que
utilizan unos y otros es la violencia; hay algunos intermediarios,
agentes que juegan en los dos bandos y un montón de secundarios que encuentran
la muerte como cuando llega un chaparrón.
No sucede como en las pelis de gángsteres (padrinos y
escorseses), aquí no hay nada que nos seduzca de Escobar y sus matones. Los
vemos en familia, arrumacos y carantoñas, besos y sexo, pero sin aura; es
imposible cualquier empatía. Y bien está que así sea. La serie es instructiva:
la zafiedad de esa gente, las personalidades psicopáticas, el miedo sobre el que
construyen su autoridad, la popularidad conseguida con mentiras. También vemos
la corrupción que engendra la violencia, cómo trastorna a quien la practica
aunque sea por bellos fines. Gran serie, buenos actores, ambientación que documenta los 80. Lástima la dicción española del actor brasileño Wagner
Moura haciendo de Escobar, aunque para un espectador anglófono sea virtud
mezclar a partes iguales el español y el inglés.
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