Hay una forma del mal reconocible, cuando se presenta con la
brutalidad de la guerra, cuando su lenguaje es la violencia sin posibilidad de
respuesta. Ante él solo caben la huida, el repliegue hacia las cavernas del sí
o la sumisión. Pero hay aquella otra forma que se presenta bajo el disimulo. No
se le ve llegar porque viene envuelto en el aleteo de la seducción, nos pilla
con las defensas bajas, se apodera de nosotros y nos transforma, nos coloniza,
nos convierte en esclavos voluntarios, en sus discípulos, en verdugos de su
política. La primera nos arrebata la vida, la segunda aspira a arrebatarnos la
muerte, a convertirnos en muertos vivientes, en esclavos que le entregan la
vida a cambio de prorrogarla en la muerte.
Están los dos ahí sentados, al otro lado de la mesa, en la
cafetería de la estación del tren, en otra ciudad. Uno con la piel tersa del
africano ecuatorial, en su rostro restalla la córnea blanca, su discurso es un
balbuceo apenas inteligible. El otro es del lugar, la piel trabajada del
europeo, asentado, firme, consciente de lo que se está jugando. El uno
representa, o quiere, la convicción mancillada; el otro el arreglo cuando ve
que sólo eso es posible. En medio, entre ellos y nosotros la persona ausente,
perdida, abducida, destrozada por la pugna en él de dos personas, la zombi que
casi lo ha colonizado salvo una leve chispa de lucidez que trata de emerger de
los escombros. Cada uno está construyendo un mundo verosímil para sobrevivir a
la miseria moral, a las trampas, los engaños, las argucias sobre las que se
sustenta su respetabilidad, que ahora pueden perder. Lograr lo que queremos es
ceder, dejarlos salir, que permanezcan intocables. Todo por albergar una
oportunidad.
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