Un buggy nos
espera para adentrarnos en el desierto. El paisaje es hermoso en este atardecer
de sol abrasador. No veía nada igual desde que visité Merzouga, en el sur de
Marruecos, pero aquí los camellos han sido sustituidos por estos vehículos
todoterreno que parecen sacados de Mad Max. Suben y bajan por los
toboganes de las dunas a gran velocidad, provocando una emoción parecida a la
de las montañas rusas. Si uno se da el tiempo suficiente –dos horas- puede
completar la diversión dejándose caer con una tabla de surf por las laderas de
las dunas en una progresión de deslizamientos cada vez mayores. Pura
adrenalina. La tarde acaba con la caída del sol tras las colinas de arena.
De vuelta a
Ica, Saúl se ofrece para llevarnos a Paracas donde tenemos el hotel.
Negociamos, incluso está dispuesto a ofrecernos el mejor precio para subir a
las avionetas de Nazca al día siguiente. Los 55 Kms se nos hacen eternos por el
cansancio acumulado. No paramos desde la llegada a Lima. Además, como voy sentado
en el asiento delantero, observo atemorizado las maniobras de Saúl, que quita los
ojos de la carretera para trastear en la pantalla de su móvil. Habla con
agentes buscando el mejor precio para la Reserva Nacional de Paracas. A las
afueras de Ica se detiene en un barrio, le pide a su mujer una dirección.
Saludamos a sus hijos pequeños. De nuevo en la carretera nos va ofreciendo
precios cada vez más baratos. Aceptamos uno que incluye la Reserva y las islas
Ballestas. Pero él sigue empeñado en que pactemos el vuelo de Nazca. En algún
momento del viaje interminable se olvida del teléfono y empieza a dar
cabezadas. Le hago preguntas sobre la vida peruana y responde con monosílabos.
Él mismo se da cuenta de la situación y empieza a acariciar obsesivamente un
rosario y una imagen plastificada que penden del retrovisor. Pega un volantazo
de 1800 y se detiene en una pequeña tienda de carretera para
despejarse y comprar una gaseosa. María, Rosa y yo, desde el interior del coche,
le vemos agitarse apoyado en el tablón que hace de barra de bar. Estamos
asustados, nos confabulamos para darle conversación. De vuelta, le pregunto si
su jornada laboral comienza muy temprano, me responde que no, que a las once.
No nos lo creemos. Respiramos aliviados cuando vemos las primeras luces de
Paracas, aunque tememos por lo que le sucederá en su vuelta a Ica.
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