Un enjambre
de taxistas remolonea a la salida del aeropuerto. Los trajeados, en el
interior, piden 50 dólares, sin posibilidad de regateo. Afuera, otro grupo
rebaja hasta los 30, y si hubiésemos persistido, algo más lejos, el coste
hubiese bajado hasta los 50 soles. Eso lo sabremos otro día. Como turistas
apresurados y desorientados aceptamos los 30 dólares. Lo primero que aprendemos
es que todo taxista es un intermediario turístico. No se conforman con la
carrera contratada, pronto te ofrecen un paquete de posibilidades. El nuestro,
como éramos cinco con hoteles diferentes, se ofreció a llevarnos a nuestros
diferentes destinos en el barrio de Miraflores, a recogernos tras acomodarnos y
a dejarnos en el centro de Lima. Así recuperó los 50 dólares de la oferta
inicial. Por el camino hacia la caótica ciudad, nos fue ilustrando sobre sus
peligros. ¡Cuidado con los cholos!, quines rompen los vidrios de las
ventanillas para en un gesto rápido arrebatar las valiosas pertenencias del
turista. Vimos un caso en la vuelta a la ciudad, el último día de viaje. Sobre
los barrios seguros y los desaconsejables, sobre las horas buenas y las malas,
sobre las distintas compañías de buses urbanos. En realidad, después de 23 días
de viaje, en ciudades y paisajes diferentes, pese a las advertencias, nunca he
tenido la sensación de peligro, de que me pudiesen desvalijar, al contrario,
los peruanos con los que me he topado han sido respetuosos, amables, confiados
y confiables.
Lima es un
pandemónium de diez millones de habitantes, una ciudad enorme que como todo
Perú da la impresión de que está en permanente construcción. Miraflores, una
especie de barrio de Gracia de clase media pudiente, San Isidro, el distrito
financiero, y el centro histórico son la excepción. El resto exhibe barrios y
pueblos jóvenes con calles sin asfaltar, muchos a la espera de que llegue el
agua y la luz, casas de una sola planta, de ladrillo o adobe con las paredes
sin rebozar, con promesas de una segunda planta en forma de pilastras de
hormigón prolongadas en varillas metálicas desnudas apuntando hacia arriba. Una
percepción parecida a la sentida por quienes hayan viajado por Marruecos. La
explicación, además de los biorritmos económicos, está en que las casas no se
acaban porque así se evita pagar impuestos. El Hotel Señorial, en que nos
alejamos, es bonito, responde a un modelo que veremos muchas veces repetido:
exterior más o menos insípido e interior con patio confortable, a la andaluza, con
jardines, balcones, salones frescos y habitaciones alrededor.
El centro
colonial de Lima, como sus ciudades más importantes –Arequipa, Puno, Cuzco-
está orgulloso de su huella colonial: la cuadrada Plaza de Armas, las casas
señoriales, algunas blasonadas, las balconadas de madera, el trazado urbano
barroco, las iglesias y catedrales, que nada tienen que envidiar a las
españolas de la época. Y luego están sus conventos y monasterios, un emporio
que atestigua la riqueza eclesiástica del pasado. En Lima, por ejemplo, el
convento de San Francisco, en el que vamos de asombro en asombro: la basílica
llena de obras valiosas, el órgano, la biblioteca y el archivo con valiosos
incunables, la pinacoteca con una serie de lienzos que nos aseguran son de Zurbarán,
y otros de la escuela de Rubens, la cúpula mudéjar, la sillería de cedro del
coro, el claustro decorado con azulejos andaluces, hasta esa curiosidad de sus
catacumbas, el primitivo y enorme cementerio, donde se han encargado de
clasificar y ordenar estéticamente los huesos de unos 25.000 limeños del XVI y
XVII.
El mapa de
las culturas preincaicas en inabarcable. Perú está lleno de sitios
arqueológicos, la mayoría a medio emerger. Chavín, Pucará, Paracas, Huari,
Chimú, Chancay, Moche, Lima, Nasca, Inca. Las demás salas del museo se dedican
a los otros dos periodos de la historia del Perú, la colonial y la republicana.
El museo de Lima da cuenta apenas de ese continente sumergido, de lo que se ha
podido rescatar tras el saqueo de los exploradores extranjeros y de los
huaqueros, saqueadores profesionales.
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