Durante el
año que vive en esa casa, la casa de sus parientes, la casa de los horrores,
aprenderá sin embargo que los instintos y las emociones necesitan ser dominados
para adquirir la mayoría de edad, la libertad, la autonomía. Andrea se moverá
en cuatro círculos diferentes, el de la calle Aribau, el de la familia, una familia
venida a menos, cuya vida está en el pasado: la guerra, el padre muerto, con
dos tíos amargados por el fracaso, uno violento y otro con un carácter extraño,
entre la seducción asociada al arte y una mórbida perversidad; el de la familia
de Ena, a quien conoce en la universidad, como ella atrapada entre el fulgor y
la confusión de la juventud, una familia que mira a su futuro enriquecimiento;
el de los amigos del círculo bohemio de artistas, ricos, artificiosos, dónde,
con Pons, otro compañero de universidad, conocerá el desengaño del primer amor
y, por último, el círculo de la pobreza y el juego, representada por el garito
donde vive la hermana de Gloria y su familia, que vive el presente miserable de
la posguerra. Los cuatro círculos se agrupan en dos, fuertemente contrastados:
la pobreza de la calle Aribau, una familia burguesa arruinada, y la de la
familia de Gloria, una miseria que es física y moral. Gente que pasa hambre, egoísta,
depravada, violenta. Por el contrario, las familias de Pons y Ena son familias
ricas, idealizadas, en las que Andrea quisiera ser admitida. La primera la
decepciona amargamente, la segunda termina por acogerla cuando al final de la
novela la llaman a Madrid.
La historia
sucede en 1940, en la posguerra. Andrea la sufre. A lo largo de las páginas
habla continuamente del hambre que pasa, del agotamiento que siente y de la
vaciedad espiritual, una atmósfera no muy diferente a la que intelectuales y
artistas parisinos nos mostraron en la misma época, el existencialismo de posguerra.
Es un mundo que ya no existe, que nos resulta lejano, como de otro país, donde
la personalidad no podía cultivarse por encima de las necesidades básicas,
donde las mujeres vivían subordinadas y la violencia que los hombres ejercían
sobre ellas no era algo de lo que pudieran prescindir, sino consustancial a la
vida. Una vida bañada por el humo del tabaco, la pegajosa humedad, el acre olor
de la miseria, los mendrugos de pan.
Leída
setenta años después de que ganara el primer premio Nadal, la frescura que
Carmen Laforet imprime a su prosa se mantiene, esa frescura propia de los
periodos en que parece que todo vuelve a comenzar. Quizá haya una sintaxis
imperfecta, una manera de utilizar las preposiciones sorprendente, un lenguaje
gaseoso que no se acaba de atrapar, propio de una escritora de 23 años, pero
ese es uno de los dones de la novela. Nada es hija de la posguerra pero
hay algo que hace que permanezca viva, los personajes que luchan para
sobreponerse a un ambiente hostil, femeninos los más importantes, Andrea, Ena,
Gloria, masculinos los más sombríos, Juan, Román, el halo de romanticismo que
los envuelve, turbio y utópico, luminoso y sombrío.
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