¿Los ojos
cerrados o abiertos de par en par? ¿Recreando las melodías y armonías que ya se
conocen, anotando las diferencias, los matices, el ritmo, el legado o
entregarse a la interpretación? No siempre existe esa diferencia. A veces basta
con dejarse llevar, como cuando se escucha un disco en casa. Pero hay ocasiones
en que la interpretación aporta algo distinto. Entonces se ve lo que significa
que un intérprete concreto haga suya la música. Bien es verdad que hoy las
piezas eran muy conocidas y no había que descifrarlas como hace unos días con la
sonata nº 32, cuando la música es tan poderosa que se impone al intérprete,
pero hoy no: Claro de luna, Tampestad, Appassionata. ¿Quién no las
conoce? ¿Cuántas veces las oye uno a lo largo de su vida? Es entonces cuando el
intérprete marca la diferencia y cobran sentido las manos y los dedos, el
cuerpo hacia delante y hacia atrás, los brazos y las emociones reflejadas en el
rostro cambiante, en la leve melena agitando la frente. El pianista hace vibrar su cuerpo, lo convierte en un instrumento que llega hasta nuestros ojos, agitando la
quietud del piano, reforzando la emoción.
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