Si hubo
tantas mentes brillantes en la Inglaterra del siglo XX, pensemos sólo en dos
que ahora están de actualidad cinematográfica, Steven Hawking y Alan Turing, se
debió en parte a que pudieron desarrollarse gracias a un sistema educativo que
estimulaba el mérito, hasta que en los sesenta el partido laborista de Harold
Wilson se lo cargó. Una de esas mentes fue Tony Judt (Londres),
desgraciadamente desaparecido cuando estaba en lo más alto, acababa de publicar
Posguerra, y estos dos libros que comento: Sobre el olvidado siglo XX
y Pensar el siglo XX. Tony Judt fue diagnosticado de ELA, una
enfermedad paralizante y degenerativa que iba a impedirle realizar sus
proyectos, entre ellos una historia intelectual y cultural del siglo XX, cuando
Tom Snyder (Ohio) le propuso una larga conversación grabada en la que Judt
pudiese desarrollar los temas que tenía previstos. Pensar el siglo XX se
estructura como una larga conversación en capítulos, donde Judt hace
recuento de las sucesivas etapas de su propia vida y posteriormente en diálogo
con Snyder recorre los sucesos más importante del siglo, los debates
intelectuales que suscitaron, cómo los enfocaron y se comprometieron las
figuras señeras de cada momento, qué errores o aciertos cometieron.
Tony Judt
aparece como un moralista en el sentido francés del término, un
intelectual que no sólo intenta entender lo que sucede sino que tiene sus
propios puntos de vista y se compromete con la verdad de su tiempo, no una
verdad abstracta o superior, tan propia de las ideologías del siglo, sino con
una que tiene que ver más con la bondad que con el bien, en línea con
intelectuales como Zola o Mazaryk, la verdad son los hechos.
Cómo
caracterizar el siglo XX. Para Hobsbawn fue el “breve siglo XX”, aquel que nace
con la revolución comunista de 1917 y se cierra con la implosión del mundo
comunista de 1989. La visión de Tony Judt es más amplia, como muchos, ve el
siglo oscuro de la desdicha que va de la masacre de Armenia a la de Bosnia, el
siglo de los execrables dictadores, Hitler y Stalin, el de las guerras que
destrozan Europa, que enlazan con el siglo XVII, pero también es el del
progreso y las reformas que continúan las del siglo XIX, un siglo que gracias a
la medicina, a la democracia y a las instituciones permite al hombre una vida
más larga, más saludable y más segura. Durante una parte del siglo la
alternativa estuvo entre el comunismo y el fascismo, un fascismo como el
italiano que buscaba la modernidad mediante un régimen autoritario y, al menos
hasta 1938, sin racismo. Parecía imposible que al final fuese el liberalismo,
victorioso en las guerras, el que conformase el mundo de la posguerra,
mostrando que tanto él como el capitalismo eran los que mejor se adaptaban a la
nueva realidad.
La
biografía de Tony Judt (1948) es paralela a los grandes acontecimientos del
siglo XX. Como judío en sus años jóvenes acompañó a los sionistas en el sueño
de fundar una sociedad socialista en los kibbutz israelíes, aunque pronto
comprobó que eran pequeños oasis en una sociedad militarizada y asilada del
medio histórico y geográfico en que estaba instalada. Viniendo de la clase
media baja, de padres judíos de la Europa del Este, pudo gracias a su esfuerzo
y capacidad llegar al King’s College de Cambridge donde se formó como marxista.
Fue profesor de historia en universidades inglesas, francesas y americanas y
desde ese observatorio asistió a los cambios que se produjeron en la posguerra
y que le llevó a producir su libro mas aclamado, Posguera.
Al Estado
de Israel le acusaba de explotar políticamente una narrativa victimista, de
comportarse como un adolescente que trata de disimular sus debilidades con
arrogancia. Los sionistas venían del cosmopolitismo centroeuropeo y vivieron
como una tragedia el hundimiento del imperio habsbúrgico y su sustitución por
los Estado-nación de 1918 y trasladaron su ceguera, no ver que ese imperio era
una civilización urbana inserta en un imperio rural, a un Israel incapaz de
aceptar la realidad demográfica que le rodeaba. Algo parecido a lo que les
sucedió a los ingleses que se empeñaban en mantener un imperio por encima de
sus posibilidades. Churchill, por ejemplo, fue sordo y ciego a la
inevitabilidad del declive imperial inglés.
Del periodo
de entreguerras lo más llamativo fue el colapso económico, la economía europea
no volvería a los niveles de 1914 hasta mediados de los 70, un declive que duró
60 años, con dos guerras mundiales y una depresión sin precedentes. La gran
depresión tuvo consecuencias inesperadas y dramáticas: destruyó la izquierda
política, prácticamente toda Europa estaba gobernada por conservadores. Lo peor
fue la determinación de los regímenes dictatoriales de convertir las economías
nacionales en autosuficientes con Hitler, Stalin y el fascismo. Muchos jóvenes
vivieron el fascismo como un movimiento moderno, tenía el atractivo de oponerse
al padre banquero sin dejar de disfrutar de los privilegios de la infancia y la
rebelión juvenil.
Algo
parecido sucedió con el comunismo. La entrega acrítica de los intelectuales a
la iglesia comunista se basaba en un estilo religioso de pensar, así como el
abandono del partido fue un proceso parecido a la pérdida de la fe. “Orgulloso
de haber sido comunista y de dejar de serlo”, se decían. El tipo de verdad que
buscaba el creyente no cuestionaba la fe con pruebas presentes sino con
resultados futuros, un futuro que estaba garantizado. “El marxismo merecía
atención pero estaba desprovisto de perspectivas políticas o valor moral”. “Es
muy duro, tenemos que tomar decisiones difíciles, no tenemos más remedio que
hacer cosas malas, es la revolución. Si debo salvar tu alma debo torturarte y
hasta matarte”.
Parte de la
reflexión de TJ tuvo que ver con el papel del intelectual, el francés acrítico
comprometido con el estalinismo como ejemplo prototípico. Lo estudió en Pasado
imperfecto y en estos libros vuelve sobre ello. Los intelectuales de
posguerra se inventaron un mundo a su propia imagen, que no se correspondía con
la realidad. “El único colaboracionista bueno es el colaboracionista muerto”,
decía Simone de Beauvoir. Pero no todos eran iguales, Raymond Aron escribía en
1950: “la ridícula sorpresa es que la izquierda europea ha tomado a un
constructor de pirámides por un Dios”.
TJ, muy
crítico con la guerra de Iraq, se preguntaba ¿Es la democracia la solución para
las sociedades que no son libres? Según él, la democracia llegó después de la
constitucionalidad, la democracia actúa sobre una previa sociedad liberal
ordenada, como el mercado libre lo hace sobre un capitalismo próspero y bien
regulado, alertando sobre el sueño de llevarla a países donde no se dan las
condiciones. También avisaba que la democracia tiende a producir políticos
mediocres que tienden a ocultar las verdades desagradables.
Con
respecto al siglo XXI veía una triple inseguridad: la excesiva libertad
económica, el cambio climático y el comportamiento impredecible de ciertos
estados. Creía que en la política socialdemócrata estaba la solución, una
política de cohesión social sustentada en el bien público: trasporte y sanidad públicos,
fiscalidad equitativa y alertaba de la erosión de la sociedad mediante la
política del miedo.
Y una frase
apropiada para los tiempos convulsos en que vivimos: “La historia registra que
no hay nada tan poderoso como una fantasía cuyo momento ha llegado”. (Es una paráfrasis de Víctor Hugo: "No hay nada más poderoso que una idea a la
que le ha llegado su tiempo".)
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