jueves, 1 de enero de 2015

Uno de enero


            Una de las cosas impagables del primer día del año es el silencio. Me gusta levantarme temprano, salir a la calle, ver las calles vacías, recorrerlas a pie o en bici, comprobar que los establecimientos están cerrados y que sólo algún solitario como yo ha tenido la misma idea de disfrutar de la ciudad vacía. También hay gente que sale temprano para que el perro eche la primera meada, mientras la mayoría se despereza ahora, en este preciso momento, mientras en la calle hace un sol impropio de un día de enero, y algunos vuelven al sofá que abandonaron tarde en la noche porque en las teles corre ese famoso concierto de año nuevo, cuyas imágenes han de repetir los telediarios varias veces al día, tan empalagosos los comentarios como la propia música, tan parecida a los libros que la gente suele comprar como regalo estos días, lo más cerca que han de estar, apartándose del ruido que es la vida corriente, del rebozo del arte, aunque ni una cosa ni otra lo sean. Qué otra cosa pueden hacer si todo está cerrado. Desde luego no hacer balance del año acabado ni proyectarse sobre el 2015. Yo mismo quisiera que este nuevo año sea diferente del acabado y lo será sin duda, porque todos lo son como lo son cada uno de sus días sin que sepamos dónde comienzan los cambios, no desde luego donde nosotros ponemos la señal sino donde el destino la tiene fijada y no conocemos. Organizamos festejos, los llenamos de banderolas, levantamos copas, nos damos abrazos para domesticar el tiempo, decimos aquí comienza un tiempo nuevo, pero no es verdad porque no somos dueños de nuestro destino, los grandes sucesos llegan sin nuestro consentimiento, nos sorprenden siempre, nos trastornan sin que podamos hacer gran cosa por encauzarlos y llevar la vida por donde queremos. En mi caso, sé que en 2015 han de ocurrir alguna cosas, agradables, bonitas, y algunas más que querría que sucediesen pero no sé si sucederán y otras que no sucediesen, pero no puedo hacer otra cosa que esperar y ver.


            Cómo se ha ido el día, cómo en el atardecer ha ido cambiando el tono de la luz, desde el dorado al ambarino hasta desaparecer en el pálido frío de la tarde, pero el silencio del día ha estado ahí, sólo interrumpido por un ligero taconeo en la acera de enfrente, los gañidos de un perro con ganas de salir a la calle o el largo estruendo de un coche solitario que pasa por la calle de atrás. Podrían ser todos los días como este, un placer sin exigencias, con todas las horas gratuitas para dedicarlas a no hacer nada, la mañana a que el sol bañe mis mejillas frías, la tarde a paladear la prosa de ese escritor que casi acabo de descubrir, aunque ya antes sin atención había leído, a quien envidio porque sé que nunca escribiré como él, a quien admiro por haber mantenido la calma para que el tiempo hable a su favor, la noche para saludar a la luna, blanca, solitaria, silenciosa, compañera cómplice, sin más afán que completar su redondel.

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