Una de las
cosas impagables del primer día del año es el silencio. Me gusta levantarme
temprano, salir a la calle, ver las calles vacías, recorrerlas a pie o en bici,
comprobar que los establecimientos están cerrados y que sólo algún solitario
como yo ha tenido la misma idea de disfrutar de la ciudad vacía. También hay
gente que sale temprano para que el perro eche la primera meada, mientras la
mayoría se despereza ahora, en este preciso momento, mientras en la calle hace
un sol impropio de un día de enero, y algunos vuelven al sofá que abandonaron
tarde en la noche porque en las teles corre ese famoso concierto de año nuevo,
cuyas imágenes han de repetir los telediarios varias veces al día, tan
empalagosos los comentarios como la propia música, tan parecida a los libros
que la gente suele comprar como regalo estos días, lo más cerca que han de
estar, apartándose del ruido que es la vida corriente, del rebozo del arte,
aunque ni una cosa ni otra lo sean. Qué otra cosa pueden hacer si todo está cerrado.
Desde luego no hacer balance del año acabado ni proyectarse sobre el 2015. Yo
mismo quisiera que este nuevo año sea diferente del acabado y lo será sin duda,
porque todos lo son como lo son cada uno de sus días sin que sepamos dónde
comienzan los cambios, no desde luego donde nosotros ponemos la señal sino
donde el destino la tiene fijada y no conocemos. Organizamos festejos, los
llenamos de banderolas, levantamos copas, nos damos abrazos para domesticar el
tiempo, decimos aquí comienza un tiempo nuevo, pero no es verdad porque no
somos dueños de nuestro destino, los grandes sucesos llegan sin nuestro
consentimiento, nos sorprenden siempre, nos trastornan sin que podamos hacer
gran cosa por encauzarlos y llevar la vida por donde queremos. En mi caso, sé
que en 2015 han de ocurrir alguna cosas, agradables, bonitas, y algunas más que
querría que sucediesen pero no sé si sucederán y otras que no sucediesen, pero
no puedo hacer otra cosa que esperar y ver.
Cómo se ha
ido el día, cómo en el atardecer ha ido cambiando el tono de la luz, desde el
dorado al ambarino hasta desaparecer en el pálido frío de la tarde, pero el
silencio del día ha estado ahí, sólo interrumpido por un ligero taconeo en la
acera de enfrente, los gañidos de un perro con ganas de salir a la calle o el largo
estruendo de un coche solitario que pasa por la calle de atrás. Podrían ser
todos los días como este, un placer sin exigencias, con todas las horas
gratuitas para dedicarlas a no hacer nada, la mañana a que el sol bañe mis
mejillas frías, la tarde a paladear la prosa de ese escritor que casi acabo de
descubrir, aunque ya antes sin atención había leído, a quien envidio porque sé
que nunca escribiré como él, a quien admiro por haber mantenido la calma para
que el tiempo hable a su favor, la noche para saludar a la luna, blanca,
solitaria, silenciosa, compañera cómplice, sin más afán que completar su
redondel.
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