Una mancha de luz flotando sobre el agua viene derecha del
horizonte para cegarme si miro directamente. Me acompaña mientras corro por
este bello y singular paseo, con la línea de la costa a solo unos metros, el
agua del mar rompiendo sobre la arena, los espigones partiendo la playa en
espacios sucesivos, diferentes, limpios. Un par de mujeres y un hombre trenzan
sus figuras en uno de ellos, como en el cuadro de Rubens, como si el sol les
hiciese rotar, con las camisas sueltas y los pantalones remangados, un par de
perros saltan y se mordisquean sobre la arena lisa y dura que el agua en pequeñas
oleadas prensa, contentos como yo de gozar este regalo de la naturaleza, el
sol, el agua levemente agitada, la mañana que no parece discurrir sino haberse
encantado en un instante eterno, embrujada por esa intensa y deslumbrante mancha
de luz. Pero esa hora no es eterna, no puedo quedarme a vivir en ella porque la
tarde me lleva a otro paisaje, a una ladera llena de pinos, a la torre de un
castillo, esta tarde tan alargada de enero que se va enfriando mientras se llena de sombras.
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