El buque
fantasma es V. entre la niebla y V. no es otra que Valladolid. El escritor,
Andrés Trapiello, vivió en la ciudad parte de sus años de formación, cuando
iniciaba su vida universitaria. Allí conoció mujeres, conoció amigos y conoció
la palpitación, la intensidad y el miedo de la lucha antifranquista. Eran los
años setenta, cuando el gran atentado contra el segundo de a bordo del
franquismo, Carrero Blanco, cuando tan fácil era que te llevasen a comisaría y
se liaran a guantazos a tu costa. Valladolid es el decorado de esta novela de
1992, donde el prota recuerda sus años de formación, una ciudad con río, un río
grande, importante que probablemente la ciudad no se merece o no se merecía
entonces, una ciudad conservadora, rancia, con olor a cerrado y sacristía, que
nunca supo superar el fiasco de haber podido ser la capital de España, que ha
ido deshaciendo lo de valioso que había en ella, un urbanismo destructivo, en
esos y en anteriores años, y que aún está por recuperarse del desastre. El
protagonista, Martín, viene de algún pueblo del norte para proclamar su
independencia de la familia, de la que sin embargo le cuesta despegarse, en la
novela hay algún suceso chusco al respecto, se enreda en episodios poco
gloriosos del extremismo maoísta de entonces, tiene amigos, compañeros y
camaradas, en la universidad y en la lucha, vive sus primeras experiencias con
mujeres, una mayor que él, Dolly, otras de su edad, Lola y Celeste, con la
candidez, la arrogancia y el desconcierto propio de esos años jóvenes y
encuentra su primer trabajo. La novela en su momento causó sensación en la
ciudad, aún muchos no se lo han
perdonado, doy fe de ello, como tampoco se lo perdonaron los camaradas que la
criticaron acremente.
A lo mejor
es una novela imperfecta pero leída veintidós años después de publicada y más
de cuarenta desde la época en la que está situada sigue viva y parece que lo
seguirá estando si encuentra atentos lectores. También yo he recorrido los
lugares en los que el prota vivió, él río y sus paseos, las calles, los
edificios, he seguido viendo muchos de sus personajes con esa forma tan
peculiar que tienen de vestir y de hablar una parte de sus habitantes, he
sentido igual que él la descoyunta entre el centro y los barrios, entre la
pequeña élite que domina la ciudad desde siempre y la mucha gente de aluvión
que ha ido llenando sus muchos barrios, gente que no ha sido capaz de verse con fuerza como para echar a aquellos, de hecho como sucede en otras ciudades parecidas, y construir un paisaje nuevo más moderno, menos
hostil, más amigable. Quizá haya algunas digresiones, ese querencia propia del
autor por el comentario y el subrayado, pero no molestan, se digieren fácil
porque su escritura es realista, ajena a la brillantez retórica, más cercana a
Cervantes que a Quevedo. También hay poesía en la descripción del día, de la
estación, del cambio y su afición por la sorpresa que golpea al lector cuando
no se lo espera. Una buena novela que quizá no tuvo el eco que merecía.
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