Cada vez
que veo los cuadros de Sorolla pienso lo mismo, qué gran pintor podía haber
sido. Poseía una gran técnica, mano suelta, gusto por el color y la luz, temas, una gran habilidad para
hacer retratos, un gran oficio en suma, sin embargo no dio el paso para escapar del
academicismo en el que fundaba ese éxito entre una burguesía que quería ser
moderna pero sin pasarse, unos años antes de que los marchantes la convenciesen de que la pintura que merecía la pena era la de los impresionistas, fauves, y demás. Sorolla triunfó en las
grandes capitales europeas y después en EE UU, tuvo mecenas que compraron sus
obras y de quien recibió importantes encargos y se acomodó a ellos, a sus gustos, a lo que
esperaban de él. Sorolla ensaya, prueba con el punto de vista, con la pincelada, con la composición, con la difuminación, como se ve en los gouaches sobre lo que veía en las calles de Nueva York o en algunas pinturas preparatorias que se
muestran en la exposición de Mapfre donde se intuyen sus capacidades, lo que podía haber sido, pero no escapa
del motivo, del asunto, de los temas folklóricos que le pedían, de la figuración,
como sí lo estaban haciendo sus pares en París.
Ha habido
otros grandes pintores en España a los que les pasó algo parecido, que
prefirieron el éxito inmediato, riqueza y fama, a la dedicación en cuerpo y
alma al arte de la pintura, posponiendo el reconocimiento. Pienso en Fortuny y en Dalí. Como en ellos, en cuadros de Sorolla se hace patente la contradicción entre un enorme oficio y un resultado artístico discreto, visto, claro está, con una mirada que conoce lo que sucedió después.
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