Lo primero
que sorprende y molesta es pasar la frontera. Países que antes formaron parte
de un mismo Estado ahora, 20 años después, tienen fronteras entre ellos,
incluso perteneciendo a
la Unión Europea
como Croacia y Eslovenia. Y aun daña más la vista y enturbia el alma ver el trato que se da a algunos de
ellos, por ejemplo a un autocar macedonio, al que le hacen salir del carril,
descargar a la gente fuera como si fuese ganado, hacerles esperar cosa que no
hacen con el resto de coches y autocares.
Ljubliana
es una pequeña ciudad provinciana, en cuyo trazado se ven las huellas del
imperio austriaco, en las costumbres, en el modo de recibir al turismo, en especial al de
origen alemán, también en la piel cultural con la que se visten. Ahora, de golpe, se ve como capital de un Estado. Tiene
museos, palacios, instituciones, todo pequeño pero con el empaque que debe tener cualquier
capital, pero no deja de ser una ciudad de 200.000 habitantes.
Los eslovenos, orgullosos
nacionalistas, dejaron de pertenecer al viejo imperio austriaco pero ahora han
vuelto, con su pequeñez a cuestas. Dos millones de habitantes. Qué pueden
decirle a Alemania, a Bruselas. ¿Qué ganaron deshaciendo Yugoslavia? En fin,
espero que por su bien desaparezcan como tales eslovenos y sean
como todos los otros pueblos europeos sin más, sin fronteras, sin diferencias, en una
Europa de hombres iguales y libres.
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