“De hecho, la religión no es en absoluto, en primera instancia, un conjunto de propuestas sobre el mundo. Antes que cualquier otra cosa, es una estructura de sentimientos, una casa hecha de emociones”.
Me deja frío la dialéctica del Presente/Ausente de que habla el articulista del enlace. Por
supuesto, no soy creyente, tampoco ateo. ¿Agnóstico? Qu'est-ce que c'est? No me gusta definirme ni que me
definan, aunque de eso no estoy libre, todo el mundo busca meterte en una
casilla, para quedarse tranquilo con su conciencia y a continuación ponerse a ver Telecinco. No
me importa que existan las religiones y los creyentes, incluso no vería mal que
expresasen sus emociones en público si fueran auténticas. Lo que no me gusta es
la exhibición impúdica de sus flaquezas, que invadan las calles como forofos,
que se me acerquen con la biblia en la mano y me digan un adiós compasivo
cuando les hago ver que no me interesa lo que quieren explicarme. No lo
comprenden, son incapaces, creen que la voz de los siglos atraviesa su
garganta. Porque, si como afirman, lo suyo es algo personal e íntimo, una
experiencia que conmueve, un revuelo de sentimientos, entonces, por qué no se
quedan en casa, o en sus iglesias, por qué no proceden, cuando hablan con voz
hueca, como un partido más o como una asociación cualquiera, por qué no se
resisten a tronar y a decir que por ellos habla el espíritu.
De las
iglesias y de las catedrales, y de las mezquitas, debería estar el hombre
orgulloso, es una de sus grandes creaciones. Cuando visito una ciudad que no es
la mía, busco en algún momento del día su sombra, me acoplo a su silencio o
dejo que el mío se despliegue. La mayor parte del tiempo no pasa nada por mi
mente, si consigo el silencio absoluto pongo algunos minutos de felicidad en mi
cuenta. Me gusta oír los cantos de las clarisas o de los benedictinos, aunque
no sean perfectos. He disfrutado oyendo algunos sermones, nadie habla mejor en
este tiempo que algunos párrocos u obispos, dominan como nadie las reglas de la
oratoria y de la prosodia. Entre mis momentos de mayor gozo está el haber oído una
vez al obispo de Ciudad Rodrigo. No me importaba el objetivo de su prédica, pero hablaba con orden, sus
palabras eran música. Una de las mayores desgracias de los últimos tiempos es
que la Iglesia
haya cerrado sus templos, que los haya convertido en museos de pago. ¿De quién
es el Partenon? ¿Cómo se construyeron? ¿Quién puso el sudor y la sangre? ¿Quién
el dinero? ¿Cuándo se pagó el último diezmo en España? El Estado debería
hacerse cargo de su conservación y mantenerlos abiertos. Los templos no son sólo
museos, bajo la luz tamizada que los penetra, aislados del ruido con el que la
modernidad nos castiga, es el lugar donde el espíritu se reencuentra consigo. No
acabo de comprender una ciudad si no encuentro uno de sus templos abiertos, me
siento en uno de sus bancos o de sus alfombras, me aquieto y escucho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario