domingo, 21 de julio de 2013

Citas de "Una mujer en Berlín"


Archivo: alemanes muertos por army.jpg Soviética
'Bodies of two German women and three children killed by the Bolsheviks (Soviets) in Metgethen, Germany.'

            “Dilema entre el aislamiento altanero en el que transcurre por lo común mi vida privada y el impulso de ser como los demás, de pertenecer a una nación, de padecer la historia.

            ¿Qué otra cosa puedo hacer yo? Esperar. Los cañones antiaéreos y la artillería marcan la pauta de nuestros días. A veces deseo que todo hubiera pasado ya. Tiempos extraños. Una experimenta la historia de primera mano, sucesos que luego serán canciones y textos. Sin embargo, ahora, en su proximidad se convierten en miedo y en pesada carga. La historia es muy pesada”.

            “La deserción parece de pronto algo natural, incluso agradable. No puedo por menos de pensar en los trescientos espartanos del rey Leónidas que resistieron en las Termópilas y cayeron tal como ordenaba la ley. Eso lo aprendimos en la escuela, nos querían impresionar. Puede que aquí o allá haya trescientos soldados alemanes que se comporten de manera similar. Tres millones, no. Cuanto más grande y ocasional es el tropel, tanto menor es la posibilidad de un heroísmo de libro de texto. Desde casa, nosotras, las mujeres, tenemos poca comprensión para esos actos. Somos razonables, prácticas, oportunistas. Estamos a favor de los hombres vivos”.

            “Nosotros, los alemanes, no somos un pueblo de partisanos. Necesitamos un mando, órdenes. Viajando en tren por la Unión Soviética en uno de esos recorridos largos por el país, me dijo una vez un ruso: «Los camaradas alemanes sólo tomarían por asalto una estación después de haber sacado los billetes.» Con otras palabras y sin hacer broma: la mayoría de los alemanes tiene horror a contravenir directamente la ley. Además, nuestros hombres tienen miedo”.

            «La suma de las lágrimas permanece constante.» Da lo mismo bajo qué bandera o régimen político vivan los pueblos. Da lo mismo a qué dioses adoren o qué sueldo perciban: la suma de las lágrimas, de los dolores y de las angustias, con los que debe contar cada cual en su existencia, permanece constante. Los pueblos saciados se revuelcan en neurosis y hastío. A los torturados en exceso les auxilia, como ahora a nosotros, la apatía. Si no, tendría que estar llorando sin parar desde la mañana temprano hasta la noche. Y lo hago tan poco como los demás. Impera ahí una ley. Quien cree en la inmutabilidad de la suma de las lágrimas terrenales, no es útil ciertamente como reformador del mundo ni para actuar con firmeza. Volvamos a contarlo: estuve en doce países europeos. He vivido, entre otras ciudades, en Moscú, París, Londres, y he presenciado de cerca el bolchevismo, el parlamentarismo, el fascismo. Como persona sencilla entre personas sencillas”.

            “Por la noche vino a casa la mujer del eczema purulento y nos contó una historia triste: hoy fue hasta la Lützowplatz para ver a su jefe, abogado, a quien ella escribía los expedientes desde hacía muchos años. Este abogado, como se había casado con una judía y no quiso divorciarse, las pasó canutas durante el Tercer Reich, especialmente los últimos años, en los que a duras penas se podía ganar la vida. Desde hacía meses, la pareja estaba ilusionada con la liberación de Berlín. Se pasaban las noches enteras escuchando emisoras de radio extranjeras. Cuando entraron los primeros rusos en el refugio buscando mujeres, hubo algunos forcejeos y disparos. Uno de los disparos rebotó en el muro y le dio al abogado en la cadera. Su esposa se echó en brazos de los rusos suplicándoles auxilio en alemán. La sacaron a rastras al pasillo. Tres tíos encima. Mientras, ella aullaba a pleno pulmón: «Soy judía, pero si soy judía.» Entretanto, el marido se iba desangrando. Lo enterraron en el jardín de delante de la casa. La mujer se marchó aquel día. Nadie sabe adónde”.

            “Desde ayer tenemos otra vez corriente eléctrica. Se acabó el tiempo de las velas, se acabó el llamar con los nudillos a las puertas, se acabó el silencio. La radio emite desde la estación de Berlín. La mayoría son noticias y revelaciones, olor a sangre, cadáveres, crueldad. Dicen que en grandes campos de concentración se ha quemado a millones de personas, la mayoría judíos. Con sus cenizas millones de personas, la mayoría judíos. Con sus cenizas se ha fabricado abono químico. Y lo más fabuloso: todo parece estar anotado con esmero en gruesos libros, una contabilidad de la muerte. Y es que somos un pueblo metódico. Ya entrada la noche emitieron música de Beethoven. Y con ella llegaron las lágrimas. Apagué la radio. Una no digiere eso ahora”.

            “Luego me afané en un tomo de los dramas de Esquilo y descubrí Los persas. Los lamentos de los vencidos encajaban bien con nuestra derrota. Sí, pero no. Nuestra desgracia alemana tiene un regusto a náusea, enfermedad y locura. No se puede comparar con nada histórico. Hace un momento radiaron otro reportaje de un campo de concentración. Lo monstruoso en todo ello es el orden metódico y la economía: millones de personas convertidas en abono, en relleno de colchones, en jabón, en felpudos de fieltro... Esquilo no conoció nada semejante”.

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