sábado, 20 de abril de 2013

La consagración de la primavera


            

            Si hay una obra que ver en la sala de conciertos esa es la Consagración de la Primavera de Stravinsky. No vale escucharla en casa, aunque se disponga de un potente equipo de sonido. No es sólo que no hay modo de apreciar, de aislar el timbre de cada instrumento o la intensidad rítmica de cada familia musical o el bailoteo de la música de un instrumento a otro, como una piedra rebotando en la corriente de un río, es también la actuación de cada músico de la orquesta, que en pocas obras como esta se siente tan protagonista. Tenso, atento a que llegue su momento, en el que a él solo se le oye. Es todo un espectáculo verlo: suda, mira la partitura, a sus compañeros, al director e incluso al auditorio para ver si quien le escucha tiene puesta la atención en él. Hay una especie de imán del oyente hacia el oboe, hacia la trompeta, hacia la flauta, hacia el fagot, hacia el timbal y la percusión en general, imposible despegar los ojos, aunque hay que despegarlos, claro, para ver de donde salen las nuevas notas, la nueva sorpresa. Y cuando acaba la obra la electricidad que ha fluido entre el músico y el público estalla, el público aplaudiendo a rabiar y el músico sonriendo y aplaudiendo a sus compañeros. Ambos se sienten compensados. No se entiende, aunque han pasado justamente cien años, que en su estreno en París provocase tal escándalo esta maravilla, tan inspiradora para otras músicas que habrían de venir, a las que se reconoce en cada fragmento que las precede.

            Es la mejor actuación, desde que la conozco, que he visto de la orquesta, a las órdenes de Petrenko, junto con la del War Requiem de Britten, quizá. Antes de Stravinski, otra maravilla el Preludio a la siesta de un fauno y el Concierto para violín de Glazunov, donde Viviene Hagner ha exhibido su virtuosismo y la extraordinaria sonoridad de instrumento.

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