Si hay una obra que ver en la sala de conciertos esa es la Consagración
de la Primavera
de Stravinsky. No vale escucharla en casa, aunque se disponga de un potente
equipo de sonido. No es sólo que no hay modo de apreciar, de aislar el timbre de
cada instrumento o la intensidad rítmica de cada familia musical o el bailoteo de la música de un instrumento a otro, como una piedra rebotando en la corriente de un río, es también la
actuación de cada músico de la orquesta, que en pocas obras como esta se
siente tan protagonista. Tenso, atento a que llegue su momento, en el que a él solo se le oye. Es todo un espectáculo
verlo: suda, mira la partitura, a sus compañeros, al director e incluso al
auditorio para ver si quien le escucha tiene puesta la atención en él. Hay una
especie de imán del oyente hacia el oboe, hacia la trompeta, hacia la flauta, hacia el
fagot, hacia el timbal y la percusión en general, imposible despegar los ojos, aunque hay que despegarlos, claro, para ver de donde salen las nuevas notas, la nueva sorpresa. Y
cuando acaba la obra la electricidad que ha fluido entre el músico y el público
estalla, el público aplaudiendo a rabiar y el músico sonriendo y aplaudiendo a sus compañeros. Ambos se sienten compensados. No se entiende, aunque han pasado
justamente cien años, que en su estreno en París provocase tal escándalo esta
maravilla, tan inspiradora para otras músicas que habrían de venir, a las que
se reconoce en cada fragmento que las precede.
Es la mejor
actuación, desde que la conozco, que he visto de la orquesta, a las órdenes de Petrenko, junto con la del War Requiem de Britten, quizá. Antes de Stravinski,
otra maravilla el Preludio a la siesta de un fauno y el Concierto
para violín de Glazunov, donde Viviene Hagner ha exhibido su virtuosismo y la extraordinaria sonoridad de instrumento.
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