Viniendo de Estambul, Zurich es una maqueta conservada en
formol, una maqueta cuya visión hay que pagar a precio de oro. El aeropuerto
está a diez minutos del centro, de la estación central que está cerca del lago –el
Zürisee-, que como todos los lagos le da una calma que parece sacada de un cuadro de Friedrich,
aunque sin brumas. Trece euros ida y vuelta por un trayecto de diez minutos. No
hay ruidos, bien es verdad que es domingo, pero hay gente en la calle, trolebuses, bicicletas, niños y algún que otro turista que ha venido como yo a
rematar las horas muertas entre avión y avión. Nadie va más aprisa que otro, ni
levanta la voz, ni llama la atención, bueno, sí, por la tarde, después de
comer, en el punto donde el canal del Limmat se desliza en el lago, hay una
performance. Un poeta, supongo, supongo que era un porta y no un loco, con el
agua hasta la rodilla, recitaba versos dentro del agua con un énfasis mortecino; un puñado de curiosos,
dos metros por encima, en la barandilla que delimita el comienzo del paseo, lo
contemplaba, mientras cámaras y micrófonos recogían el acto. Apenas se oían los
versos, por encima del chapoteo que el poeta provocaba agitando las manos en el
agua. Los curiosos sonreían. Supongo que esa es toda la agitación que esta
ciudad se puede permitir, una ciudad que fue, no lo olvidemos la ciudad de
Zuinglio.
En Zurich, hay que dejarse llevar, metamorfoseado en
elemento del paisaje: como las agujas de sus iglesias reformadas, o las
banderolas que dan algo de color al gris dominante, o como esas gaviotas
pequeñas de interior -me falta su nombre-, que sobrevuelan el lago y el canal y que adaptadas al
medio no chillan. En la
Iglesia de Fraumünster dan otro poco de color las alargadas vidrieras
de un Chagall tardío -1970-, que los visitantes admiran con una devoción
inmerecida. La Grössmunster
no se puede ver, un cartel que una boda lo impide.
Lo más difícil, la peor hora, el momento más traumático es
decidir dónde ir a comer. Las cartas de los restaurantes asustan, así que
buscamos una hambuerguesería que aunque también cara -60 euros por
dos hamburguesas- deja algo de dinero en la cartera por si más tarde caemos en la tentación en el Spruengli am Paradeplatz.
A la vuelta, en el vagón que nos devuelve al aeropuerto, dos princesas y una madre, en un español latino, dan rienda suelta a sus fantasías de hembras disponibles y caras. Como creen que nadie les entiende hablan de chicos, de hombres impresionados, de vulgares compañeros de oficina y de lo que vale una sesión de teñido hasta las raíces. Tienen el pelo suelto, sedoso, un pimpollo de un imposible rubio dorado que se peina con los dedos. Zurich, sorprendentemente, está lleno de latinos.
A la vuelta, en el vagón que nos devuelve al aeropuerto, dos princesas y una madre, en un español latino, dan rienda suelta a sus fantasías de hembras disponibles y caras. Como creen que nadie les entiende hablan de chicos, de hombres impresionados, de vulgares compañeros de oficina y de lo que vale una sesión de teñido hasta las raíces. Tienen el pelo suelto, sedoso, un pimpollo de un imposible rubio dorado que se peina con los dedos. Zurich, sorprendentemente, está lleno de latinos.
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