Santa Sofía
y la Mezquita Azul
están enfrentadas, con una explanada en medio, ahora en obras, como retándose, aunque desde el mismo comienzo de la
conquista otomana, en 1453, la primera dejó de ser cristiana para ponerse a los
pies de Allah. Los mosaicos y las pinturas bizantinas desaparecieron bajo la
piqueta o bajo capas de yeso, rescatados siglos después, quedan visibles algunas
valiosas muestras, aunque si se quiere disfrutar de este arte bizantino hay que
desplazarse a las afueras de la antigua ciudad, en la iglesia de San Salvador
de Chora, junto a las murallas, donde aún se encuentran magníficos mosaicos. Junto a esa iglesia está
otra de las joyas del arquitecto Sinán, la mezquita de Mihirimah, más pequeña y
tan hermosa como la Suleymaniye Camii ,
muy bella ambas, pues así como ninguna de sus imitaciones supera a Santa Sofía, en
cambio muchas de las mezquitas posteriores superan a la Mezquita Azul.
El palacio
de Topkapi, en la punta de la península donde confluyen el Cuerno de Oro, el Bósforo
y el mar del Mármara, y sobre una colina, no muy lejos de Santa Sofía, es un
aglomerado de salas, recintos y pabellones alrededor de patios, que los
sucesivos sultanes fueron añadiendo para darse gusto. Entre todos destaca el harem por su rica
decoración y por la fantasía que desatan las historias que sobre él cuentan los guías
del lugar. Hay colecciones de armaduras, el guardarropa del sultán y salas y
salas dedicadas al tesoro imperial, dagas con brillantes, diamantes famosos, arquetas
de oro, que es cosa de no acabar, con inmensas, agobiantes colas, así como
innumerables reliquias religiosas, entre ellas algunos pelos de la barba del
profeta. Cuando los sultanes se cansaron de este sitio privilegiado hicieron construir un
palacio barroco, en 1843, que quiso rivalizar ni más ni menos que con el de
Versalles, en una de las riveras del Bósforo. Es el palacio de Dolmabaçe. En todos
estos lugares la entrada vale una pasta y hay que tentarse la ropa y programar
porque la suma total sube un pico.
Por supuesto, Estambul, es el lugar de los baños turcos –hamam-
los hay a puñados por toda la ciudad, aunque el más famoso es el de
Çemberlitas, construido por el arquitecto Sinán en 1584, todavía en uso y, como
todos, separa a las mujeres de los hombres.
El museo
arqueológico es uno de las más importantes en su género. Creo haber leído que
cuenta con más de un millón de piezas que el imperio otomano fue arramblando
por sus inmensas posesiones en el próximo oriente. Como vieron que franceses,
alemanes y británicos andaban a la búsqueda de tesoros antiguos para alimentar
sus museos ellos hicieron lo propio y acumularon ricas colecciones de arte del
próximo oriente: hititas, mesopotámicos, fenicios, helenísticos y romanos. Hay
piezas extraordinarias, como los sarcófagos de Sidón, por ejemplo el que se
atribuyó a Alejandro Magno, con un friso de la victoria del macedonio sobre los
persas, aunque en realidad sea el sepulcro de un rey sidonio; la puerta de
Isthar y el camino procesional, con sus mosaicos vidriados de dragones y toros;
o las muchas obras escultóricas del periodo romano, como los retratos de
emperadores como Caracalla o Marco Aurelio.
Estambul es
una ciudad de nunca acabar. El Bósforo está lleno de palacios, los barrios de
mezquitas, Beyoglu y Gálata de casas de estilo italiano, la Istiklal cadessi -las Ramblas-
de grandes edificios que fueron embajadas, restaurantes hay por doquier y una bulliciosa población en continuo movimiento.
Uno de los mayores placeres, como en cualquier lugar, es dejarse llevar y ver
qué ofrece la vida que pasa ante tus ojos.
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