No basta con tener una historia, por supuesto hay que saber contarla, pero hay más, hay que sufrirla, arrostrar la soledad, el confinamiento, aunque haya que salir a la calle para someterla a prueba. Tampoco basta con eso, el escritor tiene que fotografiarse, contar las circunstancias en que escribe.
En el encabezamiento de su novela, Jennifer Egan, recoge esta cita de Proust:
“Los poetas sostienen que recobramos por
un momento lo que fuimos en otro tiempo al entrar de
nuevo en tal casa, en tal jardín donde vivimos de jóvenes.
Son peregrinaciones muy arriesgadas y tras las cuales
se cosechan tantas decepciones como éxitos.
Los lugares fijos, contemporáneos de años distintos,
más bien debemos buscarlos en nosotros mismos.
Lo desconocido en la vida de los seres humanos
es como lo desconocido en la naturaleza, que cada
descubrimiento científico hace retroceder pero no anula”.
La novela
hizo un recorrido hacia las sombras del yo, pero ahora exigimos una fotografía
y un micrófono digital, una copia exacta: el yo está afuera; nos interesa menos
lo que piensa o siente que lo que está haciendo en este momento. No hay dentro y fuera, el yo es trasparente.
Busco
modelos. Leo a Mendoza y comprendo por qué un día dejó escrito que la novela de
sofá estaba agotada, pero en contra de su promesa no deja de escribirlas. A
Marías creo que le sobra el ensortijamiento, las volutas manieristas en que se
recrea, para ser un escritor esencial. Hizo una magnífica novela, Negra
espalda del tiempo, pero no sacó todas las consecuencias. Otros han ido más
lejos que él. Al final lo que cuenta es la narración, como muestra Azúa en su reivindicación de Bernal Díaz del Castillo. La pasión por contar y tener una historia. No hace falta ser un superdotado de
la lectura, leerlo todo, puede que la erudición anule la necesaria
espontaneidad. Hay escritores en esa línea, aunque la tradición es una roca en
sus espaldas: Binet, Carrère, incluso Martínez de Pisón. Saben lo que el lector
busca, y también la época, la verdad. La frontera entre el periodismo del bueno
y el literato se difuminan. Janet Malcolm es una cima. En su último libro
publicado aquí, Ifigenia en Forest Hills, muestra la laboriosa tarea de quien busca la verdad. La verdad
judicial es una construcción que se salta por el camino algunas reglas, los
hombres hacen y hablan en circunstancias precisas, determinados por muchas
cosas, si eso no se tiene en cuenta se falsean los hechos o se interpretan las
palabras haciéndoles decir lo contrario de lo que pretendían. En el País Vasco,
autores como Willy Uribe o Aramburu la persiguen, pero de momento siguen
atrapados en lo novelesco.
La verdad es esquiva y no siempre quienes dicen buscarla van
a por ella. La razón, a veces, ciega las vías que los sentidos nos ofrecen para
acceder a la realidad. La cuestión relevante es la verdad y parece que la
ficción ha llegado a su límite. No basta con reconstruir con la imaginación los
sucesos de la vida real, hemos llegado al punto en que necesitamos que nos cuenten
lo real sin invenciones.
Así que voy a ponerme con Jennifer Egan a ver cómo enfoca la
cuestión.
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