Hay que alcanzar un estado de serenidad incompatible con
nuestra época, la que dan los años y la experiencia, hay que desactivar las
alarmas que cada uno ha ido instalando en su cuerpo en los años jóvenes, para
disfrutar leyendo este libro, un estado en el que es posible vivir cada momento
como un instante de plenitud. Nada hay más importante que este momento en que
yo escribo y tú lees, te digo yo a ti improbable lector, le dice la escritora
Pulitzer, Marilynne Robinson, a quien lee Gilead, y le dice el padre y
viejo clérigo, John Ames, a su hijo, a quien deja esta larga carta que es el
libro como testamento, para que la lea cuando él ya haya alcanzado la cima,
cuando el último instante de vida se convierte en eternidad.
Un ministro
del Señor, que ve cercana la muerte, escribe una larga carta, con la longitud
de una novela, a su hijo de siete años, para que cuando muera sepa de su vida y
extraiga alguna lección. La familia pertenece a una saga de clérigos
presbiterianos asentada en un pueblo perdido del medio oeste americano, marcada
por el abuelo a quien recuerda, un predicador antiesclavista, de cuando la
contienda entre esclavistas y sus enemigos llevó a una cruenta guerra. Los
truculentos episodios del pasado se mezclan con el lento discurrir de la
apacible vida del presente situado en los cincuenta, en la época en que Adlai Stevenson
y Eisenhower disputaban por la presidencia. La narración, tanto de los hechos
de un pasado cuasi legendario como del más o menos aburrido presente, es
morosa, detallista, avanza con una lentitud geológica. Aunque la intención
aducida para escribir al hijo es la de aleccionarle sobre las consecuencias de
los hechos, de las palabras y de las actitudes, el escritor no puede dejar de
añorar la vida aventurera familiar que ha quedado atrás, como su juventud, cuando
él conoció al abuelo montaraz, estrafalario, rebelde y santo, o cuando acompañó
a su padre en un largísimo viaje en busca de la tumba de ese abuelo, como
tampoco puede, cuando describe el presente, separarse de los sentimientos
desagradables que la vida cotidiana le genera, aunque se disculpe una y otra
vez por ellos, como la vuelta a casa de su ahijado pródigo, un personaje al que
se va conociendo poco a poco, un caso clínico de inadaptación, extraordinariamente
bien descrito, ante el que el clérigo escritor se siente confundido y
desenmascarado, incapaz de comprender y perdonar. Aunque la voz que se va
desenredando y martillea la conciencia es la del viejo clérigo, aparecen muchos
personajes, cada uno de ellos asociados a algún sentimiento que el narrador o
su comunidad no han conseguido dominar, la locura de la guerra, la fidelidad a
una idea a costa de transgredir las leyes, la teología racional que acaba en el
descreimiento, la imposible convivencia entre razas incluso, en tierra de
firmes convicciones religiosas, la difícil aplicación de las enseñanzas
bíblicas a la vida real, la duda sobre la propia fe o sobre los valores que se
han defendido durante toda una vida.
La
escritora, Marilynne Robinson, galardona con el Pulitzer por esta novela, conoce
de lo que escribe, la feligresía, el debate teológico, la fe y la gracia, la Biblia , la culpa, el perdón y el resentimiento, los celos, la
codicia, pero en su escritura no hay un ápice de engreimiento, no apabulla al
lector con exhibiciones innecesarias, la voz del clérigo cercano a los ochenta
es creíble, como los son sus debilidades.
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