A finales de octubre, con el otoño dejándose caer por los
bosques, pocos paisajes pueden verse ahora mismo en España, tan hermosos como el
de la Laguna Negra
descendiendo desde el Urbión.
El paseo se inicia en el pico de Santa Inés, discurre por
los densos pinares sorianos de pino silvestre hasta el alto de las tres
mojoneras o de las tres uves; sigue por la cuerda que separa los valles del
Ebro y del Duero, éste recién nacido; del lado de la Rioja los montes pelados
como piel de elefante, del lado castellano la marea verde de los pinares; remonta
hasta el pico Urbión bordeando la cubeta glaciar y desciende luego por los
humedales de la sierra, junto a las lagunas del Urbión y Helada, con muy poco
agua en estas fechas, y por fin se adentra en un sendero tan escarpado como
hermoso.
La primera vista parcial de la Laguna Negra desde lo alto del
circo glacial en cuyo fondo se asienta, entre las hojas del serbal y las rocas
fragmentadas, deja sin habla. Después bordeando la cornisa es imposible separar
los ojos del maravilloso espectáculo, el círculo del agua abajo, el arco rocoso
roto por el hielo de frente, el color de las hojas de serbales y hayas, de abedules
y álamos, de robles y hayas y de brezos en las laderas que caen sobre el agua.
La bajada por un sendero de roca y grava suelta se hace peligrosa
si no se quiere renunciar a mirar, si no se quiere dejar de fotografiar.
Abajo, a pie de la laguna tanta belleza deslumbra, el agua desaparece
bajo el reflejo de los colores que descienden con la tarde. No importa el
cansancio, ni el gentío que se aprieta en la pasarela de madera que recorre los
márgenes, ni el atardecer que amortigua la luz. Pobres los que estos días no
puedan ver este espectáculo.
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