Es un día caluroso, muy caluroso. De Boñar a La Puebla de Lillo y de La Puebla de Lillo a la estación de San Isidro. Tan caluroso que hay que embadurnarse la piel de aceites, hasta tres veces lo haré a lo largo de la jornada. La montaña asciende, el sol inmisericorde cae plano sobre la ladera despojada de árboles, con algunos arbustos de baja altura, escobas y brezos, y hierbas que todavía no se han secado. Poca gente en el camino. Un corredor que va por senderos imposibles, tan absorto, que nada parece existir salvo su esfuerzo, un ciclista de montaña, una pareja de montañeros y vacas, muchas vacas, y caballos.
El cielo despejado, blanquecino por la intensidad lumínica, no ofrece ninguna protección. Tan sólo nubes erráticas que simulan figuras de aves blancas, transparentes. Cerca se oyen los gritos de las chovas y un poco más lejos cuatro rebecos, madre y crías, están a la expectativa, antes de encaminarse hacia el cordal, cruzarlo y desaparecer. Estamos en las crestas asturleonesas de la Cordillera Cantábrica.
Llegamos al hombro de la cordada. No hay lugar para buscar la intimidad necesaria, apenas un roquedal que cae a pico hacia el valle, en el Parque Natural de Redes. Bordeando la ladera, por la cara norte, tan soleada como la sur, llegamos hasta el pequeño lago Ubales, al pie del pico que vamos a escalar. En lo alto una nube de chovas empuja a un águila que recula, incapaz de caer sobre un nido desprevenido.
Cuesta subir al Cascayón por la vertiente tan escarpada; no hay sendas, sólo los huecos no ocupados por matojos o piedras más o menos fijas en el suelo. Arriba la panorámica es espléndida, con el macizo central de los Picos de Europa al fondo, despejada su masa gris, y la sucesión de picos, cada uno con su nombre, que yo aún no puedo deletrear. Tambíen el pico que el presidente, en un momento de optimismo y excitación, se comprometió a escalar, aunque aún no lo haya hecho. Hay que bajar con cuidado, por la ladera de las escobas; es fácil resbalar o meter el pie en algún hueco y torcerse un tobillo.
En la cumbre hace viento, también bajando por el lado sur. No hay un lugar mejor que otro para detenerse a comer el bocata; no hay sombra. Algunos, previsores, despliegan paraguas reconvertidos en parasoles. Yo sólo me puedo proteger bajo mi ancho sombrero de tela. De espaldas al sol, apenas puedo encoger los brazos bajo su minúscula sombra.
Sin tiempo para acabar el bocadillo, unos cuantos se encaminan hacia un picacho desnudo, el Torres. Desde abajo sólo se ven sus verticales aristas de piedra y una pequeña superficie verde en el centro por donde intentarán subir. Han de ir a toda mecha porque las horas están medidas y el autobusero ha de llegar a su hora. Cuando lo coronen, aunque no todos puedan hacerlo, sólo su silueta de palo, se reflejará en la cumbre.
Los demás sin mucho descanso bajamos hacia la estación de San Isidro, ahora vacía, y con pinta más de puticlub que de glamuroso centro invernal de esquí.
2 comentarios:
esos domingueros que perturban la tranquilidad del ganado vacuno un domingo... penoso!
Las vacas son excelentes anfitrionas.
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