
Esta manera de exponer las piezas a la altura del hombre se están convirtiendo en gozosa e inesperada rutina. El hecho de poder mirar a los ojos a estos gigantes del pasado -personajes y artistas- ofrece un punto de vista que agranda el análisis y la emoción. ¿Cómo pudieron apreciarse antes en su justo valor las tallas de Gil de Siloé en el retablo de la Cartuja de Miraflores o las tablas flamencas del Maestro de Los Balbases alejadas y sucias en sus altísimos retablos?
Se da la paradoja de que ante esculturas nacidas en momentos de febrilidad religiosa o de propaganda católica, cuando había que sostener y empujar la fe de los fieles desconcertados ante la reforma protestante, éstos viesen de lejos, de muy lejos, el objeto de su devoción y, en cambio, es ahora, cuando la creencia está bajo mínimos, cuando los laicos, ateos o descreídos tenemos la ocasión de tratar a los viejos santos de tú a tú y de emocionarsos con el naturalismo de las escultura castellanas y andaluzas de madera policromada que hace que aquellos Loyolas y Borjas del pasado aparezcan más reales que los espectadores que los contemplan.
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