miércoles, 22 de septiembre de 2010

La revolución europea

El descrédito de los políticos europeos -la desconfianza que generan- no sólo deriva de la mala gestión de la crisis -en algún caso de su negativa a reconocerla-, es más antiguo y tiene que ver con su incapacidad para enfrentarse a los problemas. Uno de los mayores, si no el mayor, es el de la inmigración y en particular el de la inmigración islámica. La llegada masiva de inmigrantes, que iba a resolver el envejecimiento de la población, la reposición de empleos que la población nativa no quiere o la contribución a las arcas de la seguridad social, está generando más gastos que esos supuestos beneficios como muestran las frías cifras. Pero quizá más grave sea el problema de integración, a la vista de los sucesos en las ciudades francesas, inglesas y alemanas, postergados en España por su más reciente inmigración.

¿Qué está haciendo Europa al respecto? De eso trata el libro, La revolución europea, de Christopher Caldwell, que avisa, Europa se la juega. Caldwell escribe en pasado como si la revolución de la que habla -cómo la inmigración y el islam ha modificado la convivencia y la organización social-, hubiese ocurrido ya. Desatendiendo los eufemismos, tabúes, códigos del pensamiento correcto, doble lenguaje que el discurso europeo sobre el tema ha generado, sin miedo a la demonización por hablar con claridad -"sin concisión y franqueza no puede decirse nada serio"-, va exponiendo con cifras, citas de discursos, referencias a entrevistas, sucesos o la simple observación los problemas que la inmigración va generando. Procura no hacer afirmaciones que se basen en la simple opinión y formula algunas preguntas que hace que el lector salga de su acomodamiento. Referido al islam se pregunta, por ejemplo, si en vez de enfocarlo como una inmigración no deberíamos hablar de colonización, y no una cualquiera, porque ésta supera a cualquier otra en el número de personas movilizadas en un corto espacio de tiempo.

Otros antes que él advirtieron de las graves implicaciones de dicho fenómeno, pero en general los políticos europeos hicieron oídos sordos, cuando no los enviaron al baúl de la opinión fascista o xenófoba cerrada bajo siete llaves.
¿Cánta emigración hay y cuánta se necesita? ¿Podemos integrar a tanta gente sin que el sistema salte por los aires? La tasa de fertilidad europea está en declive (1,3 en Italia, España, Alemania del Este, cuando para mantener el mismo tamaño de población es necesario un 2,1 por mujer). ¿Necesitamos reponer la población con gente de fuera? Asustan las cifras: entre 2000 y 2005, la población española nacida en el extranjero creció a una tasa media anual de 21,6 por ciento cada año. Los europeos tienen pocos hijos y son viejos. Por contra, la cultura musulmana anima a la procreación: ("¡Cásate, porque mediante ti superaré en número a los pueblos!"). ¿Será Europa la misma o se producirá una ruptura con su historia? Añadamos el desprecio por los propios valores, el sentimiento de culpa por un pasado nada digno, la desconfianza en el sistema.

¿Qué aportan los inmigrantes a la sociedad europea? ¿Los empleos que nadie quiere? ¿El duro trabajo de la construcción? ¿Mantener el Estado del Bienestar? Contra la retórica buenista, la realidad: en los próximos 50 años la población española se mantendrá en torno a 44 millones de habitantes; el ratio de trabajadores por jubilado caerá desde el 4,5:1 a menos del 2:1. ¿Qué efecto tendría acoger a 2 millones de trabajadores extranjeros más? Descontemos los efectos sociales, enormes, preocupantes, caros. Los efectos fiscales serían míseros, los recién llegados apenas supondrían el 10% de la fuerza del trabajo; su aportación al Estado del bienestar, siendo generosos, apenas el 8%, y de ahí habría que descontar la atención sanitaria y educativa a esos nuevos inmigrantes (Martin Feldtein, Harvard). Los inmigrantes envejecen, se jubilan, sus familias son más numerosas. Los inmigrantes extraen más de lo que pagan a la seguridad social, afirma Caldwell. Otra cosa es la inmigración selectiva, con formación académica, que reciben EE UU y Canadá, por ejemplo, el 54% del total del mundo, cuyo ejemplo Europa no ha seguido.

¿Europa debe acoger a quienquiera que desee venir? España se ha visto enfrentada ante la opinión pública mundial con la llegada masiva de pateras y cayucos y el asalto a las vallas de Ceuta y Melilla. El país se ha visto desgarrado entre la compasión y la imposibilidad de acoger a todo el mundo, entre la acusación de racismo y el suicidio colectivo. Sin embargo, la tradición de la hospitalidad está fijada desde la Odisea: el invitado es sagrado, pero no puede demorarse mucho (véase a Ulises deshaciéndose de los pretendientes que encuentra al llegar a Ítaca). Un invitado que se demora se convierte en un intruso. Europa ha tardado en darse cuenta de que los inmigrantes venían para quedarse. Europa no ha sido capaz de establecer un código al respecto. La solución por el contrario han sido las regularizaciones masivas, sin exigir nada a cambio, la lealtad al nuevo país, por ejemplo. 700.000 inmigrantes fueron legalizados de golpe por el gobierno de ZP en 2005.


En este asunto, como en otros, se ha producido un abismo entre la percepción de los problemas por parte de la población votante y el deliberado falseamiento -o silenciamiento- de la realidad por parte de políticos y periodistas.

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