domingo, 26 de septiembre de 2010

La herrería de Compludo


Un hermoso día soleado de comienzos del otoño por los montes del Bierzo. Una caminata, no demasiado exigente, desde el Morredero, por donde los ciclistas de la vuelta a España han subido en ocasiones, por esos pueblos de montaña donde ha habido que rebajar los balcones para que pasasen autobuses y camiones, hasta la herrería de Compludo -qué título para una de esas novelas históricas a la moda. Un descenso por senderos empedrados, entre arbustos espinosos y aromáticos, escobas y brezos, siguiendo el hilo de ligeros regatos que más abajo confluyen en riachuelos y luego en el río, junto a fresnos, chopos y álamos, alisos y abedules, que se abre en un vallecito en el que aparece como un fantasma una vieja aldea, como tantas medio abandonada y que ahora de nuevo se intenta rescatar. Bouzas.

Bouzas, en este final del verano, desbordada de fruta, de verde espesor y olores, manzanas por el suelo, perales preñados, pedos de lobo como enormes calabazas; Bouzas, con la música del río bajo su pequeño e inestable puente de madera; Bouzas en edad escolar, dos niños recogidos cada día por un taxi; Bouzas la de la mujer octogenaria y parlanchina, vital, lozana, tras veinte años de vivir sola; Bouzas, la del proyecto de aserradero movido por el agua del viejo molino; Bouzas, la metáfora de la desigual pelea del hombre con la naturaleza que sigue su curso, me ganas, te gano, a ver quién puede más.


Un poco más allá, cuando el terreno comienza de nuevo a elevarse, el sendero se ensancha sobre los restos de un viejo camino, asentado a duras penas sobre la roca, abriéndose paso por un robledal, que luego se vuelve algo más sombrío, aunque menos húmedo, por entre castaños poderosos y ásperos no dispuestos a entregar todavía su fruto. Es entonces cuando el día ha venido para quedarse y clavarse en la memoria. Algún senderista se ha abierto paso removiendo un arbusto con su bastón. La fila de senderistas es kilométrica y pasan cosas distintas al comienzo y al final. Un zumbido de abejas se levanta del suelo y se clava sobre los desprevenidos. Los insectos son pequeños pero se clavan en las pantorrillas y en el cuero cabelludo, atraviesan las camisetas y zumban bajo el pantalón. La sorpresa se salda con risas y quejas, mordeduras y algunos aguijones a la vista. ¿Avispas, abejas? Algo más adelante se repite la historia, ahora es una nube la que se levanta y con ella el pánico. Manoteos, bailes, gritos; el que menos se mueve es el que recibe las picaduras. Por un momento parece una trampa de la que no se pueda escapar. La fila no avanza, los atrapados gritan, apenas se puede correr para abandonar el lugar. El parte de daños es abundante, unos más malheridos que otros.

Compludo es un descanso en este valle frondoso. Córcovas, nos dicen de los insectos asesinos, seis picaduras acaban con un caballo. Un tipo de abeja salvaje de la que no nos vamos a olvidar. Algunos que recibimos más de seis, resistimos a duras penas la comparación con los caballos.


La herrería de Compludo es una fragua de origen medieval, según algunos, y mucho más reciente, según otros. Un mazo movido por una rueda hidráulica a la que se inyecta aire comprimido por la fuerza de presión del agua canalizada. El mecanismo apenas consigue mantenerse a pesar de las sucesivas restauraciones.

Unas aspas impulsadas por el agua, giran alrededor de un eje de levas junto a una gran viga de nogal, dentada en su extremo; la cual hace de palanca para el largo martillo pilón, el cual, a su vez golpea sobre el yunque donde se trabaja el material; todo ello a la velocidad deseada, según la regulación del caudal. Por otro lado, la fuerza de las aguas provoca una corriente de aire por efecto Venturi en la trompa avivando el fuego de la afragua.


Para llegar al Acebo, una parada en el camino de Santiago, al que el turismo está revitalizando, había que ascender una larga, empinada cuesta, mucho más larga de lo que nadie había previsto. Un ejercicio cuyo esfuerzo hizo olvidar durante el sudoroso ascenso el dolor que los insectos habían plantado en nuestros cuerpos. Un día después el veneno no desaparece. La montaña del Bierzo es hermosa, exhuberante, el paisaje emboba, pero a veces el precio que exige es demasiado alto.

3 comentarios:

Herminio dijo...

Mi enh0rabuena por tu artículo. Has sabido captar de forma impecable las sensaciones de esa jornada.

Toni Santillán dijo...

Gracias

Clamores dijo...

Bien, Toni. Has estado literario y un punto cursi, pero solo un punto. No te desanimes que la próxima vez seguro que lo harás mejor. Podrás hasta ganar la flor natural de las justas Poéticas de Bouzas.