domingo, 5 de mayo de 2024

La última función, de Luis Landero

 


El mayor placer de los viejos es rememorar historias que les contaron, que vagamente recuerdan o que se inventan atribuyéndolas a un pasado remoto. Lo hacen en algún rincón, tomando el sol de la senectud, o alrededor de un café, cuando ya los nietos han crecido y pasan de sus historias. Recuerdo de niño a mi abuelo Lorenzo junto a la tapia que daba al sol del corral del Piconero, con su cachaba y boina, junto al Paulino y algún otro, hasta que mis padres se fueron a vivir a la ciudad. Entonces buscaba otra tapia, pero ya estaba solo. Ya no contaba historias y su único entretenimiento era tocar el culo de la mujer que pasase. Luis Landero está en esa edad y la suerte que tiene es que las pone por escrito, se las editan y la gente las lee. Como todas las historias de viejo, algunas tienen más gracia que otras. Eso ocurría en los pueblos, para matar el tiempo, decían, contar historias. En las ciudades los viejos están más abandonados o entregados a los cuidados, como ahora se dice, con esos eufemismos comatosos. 


En esta historia hay un pueblo venido a menos y el fulgor de la memoria que unos cuantos viejos recrean. En todas las historias hay un chico aventurero y una chica que aparece por arte de magia. Primero se cuenta la historia del chico que nació en el pueblo y se fue a aventurear por esos mundos y luego la de la chica que sale de un matrimonio sórdido y de un trabajo aburrido. Como en las historias de viejos se van añadiendo frases y adjetivos, se adorna los personajes, se les hace ir de un sitio a otro, a veces con tino y a veces amontonando materia para que la historia vaya fluyendo. Las vidas contadas en paralelo. En algún momento se cruzan se produce el chispazo y engendran el meollo de la historia. No importa tanto el qué como el cómo.


En el pueblo de este cuento se teatralizaba antiguamente algo parecido a un auto sacramental. Un caballero seducía y raptaba a doncellas, las hacía desaparecer porque el caballero era el diablo mismo, hasta que una con su inocencia lo derrotaba, no sin antes perder la vida. Algo parecido cuenta Alphonse Daudet poniendo como protagonista a una cabra, en La cabra del señor Seguin. Milagro y Apoteosis de la Santa Niña Rosalba es la historia que representaban estos dos personajes que por azar se encuentran en el pueblo y que la memoria de los viejos reconstruye como un gran acontecimiento que hizo por unos días revivir la antigua grandeza del pueblo. La vida anodina que todos llevaban fulge por un momento. Hay pasión, entusiasmo y amor y, como en todas las historias que remiten a un pasado más o menos mítico, cuando la realidad vuelve la vida anodina y aburrida se instala de nuevo.


La novela de Landero es un cuento que alguien susurra al oído de otros. Esas historias que arrullan a los niños para que les llegue el sueño, las mismas que con picardías añadidas hacen crecer los viejos cuando se las cuentas entre ellos, junto a un chato de vino o en la tapia antes de que se levante el viento. Se nota el esfuerzo de Landero por hacer crecer los capítulos y prolongar la historia: no tanto evolución de la vida interior como suma de episodios en la vida de los principales protagonistas, Tito Gil y Paula/Claudia, y cuando no se le ocurren más cosas que contar sobre ellos, entonces suma personajes del pueblo, característicos con un nombre, un oficio o una manera peculiares. Para mi gusto, el mejor Landero no es el que inventa, sino el que recuerda la vida familiar o su propia historia en las novelas o en los libros más autobiográficos.



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