Madrugada. Las calles vacías salvo el sonido de alguna furgoneta de reparto. Me viene a las mientes fugaz la idea de que las ciudades, pueblos y villas son bellos cuando están deshabitados. Pero alguien los ha hecho, alguien les ha dado la forma que admiramos. El sol del este flota sobre las empinadas casas, las escaleras por las que asciendo, los altos balcones, el rejerio de las ventanas, los árboles en las pequeñas terrazas que ponen una mancha verde en medio del rojo albarracín, pues así debiera denominarse este rojo y no tomándolo de la vinícola región bordelesa, color que da tono al semicírculo urbano que mira hacia el cerro de enfrente, el de la colorista cúpula de la torre catedralicia que se eleva junto al castillo por encima del caserío, factura no del todo cobrada de un tiempo que ya no existe. Cada rincón en la ascensión ofrece una vista, cada rincón quiere ser admirado, los arcos las murallas los callejones torcidos las fachadas abombadas las murallas el adarve que asciende conmigo, una ciudad que nació y fue creciendo, sin duda, sin otra finalidad que ser contemplada y ese sigue siendo su empeño, por eso a esta hora todavía sombría, aunque el sol asome en las alturas, cuando no hay nadie en la calles, señorea su esencia muda, despojada del hombre circunstancial y efímero.
Cuando abandono la parte alta de la ciudad, tres muchachas suben ocupando la calzada decididas dándo fe de que la especie aún no se ha extinguido y que la ciudad aún no está del todo vacía, aún no del todo fósil de una antigua civilización. Quiénes la construyeron, quiénes le dieron forma, como atestiguan los nombres de las calles de los hoteles de las placas que sitúan monumentos, de las inútiles murallas e inútiles iglesias y palacios, la civilización que la hizo ya no existe, es de otro tiempo, y la vida, que ramoneará en un instante en cafeterías y bares, simulacro.
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