viernes, 15 de marzo de 2019

Serotonina, de Michel Houellebecq



Yo había dicho una semana por decir algo, mi único proyecto era liberarme de una relación tóxica que me estaba matando, mi proyecto de desaparición voluntaria había sido un éxito absoluto y ahora yo era un hombre occidental de edad mediana, al abrigo de la necesidad durante algunos años, sin parientes ni amigos, desprovisto tanto de planes personales como de verdaderos intereses, profundamente decepcionado por su vida profesional anterior, y que había vivido en el ámbito sentimental experiencias diversas cuyo denominador común era su interrupción, desprovisto en el fondo tanto de razones para vivir como para morir”.

         Es caso de depresión profunda, no leer esta novela, debería anunciar este libro en portada, sobre todo si el deprimido en un varón. El protagonista toma Captorix para combatirla, pero el médico que se la receta le anuncia que sus efectos son limitados en el tiempo, que tiene importantes contraindicaciones, impotencia, náuseas y desaparición de cualquier deseo sexual, pero que si no lo toma está condenado a morirse de pena por su alta producción de cortisol, el indicador del estrés. Florent-Claude Labrouste no tiene muchos años, está en el medio de la cuarentena, pero el autor de la novela lo sitúa emocionalmente al final de su vida. Ya ha vivido, lo que le tenía que haber ocurrido con las mujeres, porque esa es la cosa del vivir, ya ha tenido lugar y ahora lo que le espera es envejecer y morir. Y eso es lo que hace el personaje, encontrar un rincón donde rendir el último aliento. La vida solo consiste para él en pasado y un presente huidizo. El futuro es una muralla infranqueable. No es una novela misógina como algunos críticos se han empeñado en señalar, al contrario, Florent-Claude se lamenta de las ocasiones perdidas, tres mujeres importantes han dado aliento a su vida, una japonesa ávida, Yuzu, a la que acaba de despachar, una danesa, Kate, y Camille, que lo despachó a él, siendo el amor de su vida, hace ya unos cuántos ellos cuando le dio por creer en las “ilusiones de libertad individual, de vida abierta, de posibilidades infinitas”. La vida no tiene otro misterio que el del amor y el sexo, pero en algún momento la relación entre hombres y mujeres se jodió en Occidente y desde entonces estamos condenados a la infelicidad: “Ya nadie será feliz en Occidente (…), hoy debemos considerar la felicidad como un ensueño antiguo, pura y simplemente no se dan las condiciones históricas”. La novela hace recuento de esa decadencia. El protagonista recuerda sus amores, se va retirando a aposentos cada vez más pequeños, cada vez más impersonales y hace un intento por recuperar a su amor verdadero, Camille, pero es un intento mental, sólo mental, incapaz de romper el traje de macho derrotado en el que se ha ido embutiendo. No está solo en ese estado, hay un intento de generalización. Aymeric, por ejemplo, un antiguo amigo de la escuela de agrónomos, donde estudiaron juntos, está en una situación parecida, abandonado por su mujer que se ha ido tras un pianista anda pedido entre sus vacas. A la derrota sentimental se añade la implosión como ganadero de Normandía, a quien las cuotas de leche que impone la Unión Europea le acaban de joder la vida.

             No sé si es la mejor novela de Houellebecq, tendría que ponerme a revisar las anteriores, a mí me lo ha parecido. En todo caso creo que es la mejor escrita. El autor desaparece tras una escritura limpia, tersa, sin tics de estilo, sin embellecedores, que discurre con un ritmo sin disrupción, siempre cerca del final intuido por el lector, siguiendo el page turner de los cuentos de Conan Doyle que el autor menciona como su modelo, pasando página para ver cómo continúa la cosa, en qué punto llega el derrumbe. Por supuesto están las obsesiones, los exabruptos, que algunos confunden, sin comprender la naturaleza de la novela, con misoginia del autor, el motor del sexo, la derrota del hombre y la desesperación que no alivia la gran cultura, los grandes proyectos fracasados de atrapar la belleza de la vida (La montaña mágica de Thomas Mann o las muchachas en flor de Proust en realidad no eran más que la añoranza de jóvenes coños húmedos o de penes erectos), salvo los breves inconsciencias que proporciona el alcohol y los combinados farmacológicos. Pesimismo en estado puro.

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