¿Quién
puede decir que vive sin prejuicios? Todos albergamos imágenes que
prefiguran nuestra percepción de la realidad. Los prejuicios se
organizan en relatos míticos que procuran dar sentido al cosmos,
relatos que nos permiten encarar los grandes asuntos, la moralidad y
la mortalidad. Los mayores creadores de mitos han sido las religiones
reveladas pero después de la Ilustración han perdido credibilidad y
han sido sustituidas por otros relatos que confían más en la razón
que en la divinidad para entender al mundo. Que sean construcciones
racionales no necesariamente les hace más veraces pero sí más
creíbles. La promesa de una vida eterna fue sustituida por la
esperanza en un mundo mejor donde el hombre sería el constructor del
nuevo mundo, arramblado en el desván de la conciencia el Dios que
había poblado hasta entonces la imaginación del hombre. Las
revoluciones agitaron la nueva promesa y llenaron a generaciones de
esperanza: 1789, 1917 y otras de alcance menor pero igualmente
agitadoras de la conciencia durante los siglos XIX y XX. Sin embargo,
cada revolución ha tenido una réplica que ponía el índice en lo
que se perdía, el nacimiento o la promesa de un nuevo mundo dejaba
atrás formas de vida y de pensamiento que habían sido útiles y que
habían arraigado el torpe caminar del hombre sobre la tierra, la
nostalgia de un mundo perdido. Ha habido periodos históricos en que
la nostalgia de una edad dorada en el pasado perdido ha sido más
poderosa que la esperanza de los movimientos revolucionarios. Quizá
ahora estemos en una de esas épocas, por la ley del péndulo que
hace bascular a los hombres entre la promesa de un paraíso que se ha
de construir y la nostalgia de una edad de oro que perdimos. Los
movimientos fundamentalistas cristianos o islámicos, los populistas
de derechas o de izquierdas, los nacionalismos se inscriben en esa
nostalgia de un mundo mítico que nunca existió: la vida cristiana
organizada y poderosa que gobernaba la vida de las familias y los
estados, el imperio que se extendía desde Al-Andalus hasta el
Himalaya, el Estado hegeliano de sólidas bases que se desmoronó en
los años 60, la patria comunista que cayó en 1989.
Cada
uno de los pensadores nostálgicos tiene su momento para señalar
cuándo se jodió todo, cuándo se tomó el camino equivocado. En la
nostalgia de los cristianos católicos hay tres acontecimientos que
han transformado la Iglesia, el golpe tremendo del saqueo de Roma por
los bárbaros en el 410, no mucho después de que la Iglesia
proclamase su triunfo tras el edicto de Constantino, pero aprendieron
a separar, gracias a Agustín, la Ciudad de Dios de la Ciudad del
Hombre. El saqueo por las tropas de un emperador cristiano, en 1527,
Carlos V, y la consecuente pérdida de autoridad de la Ciudad Eterna
que propició la llegada de la Reforma luterana. El mundo científico
y tecnológico, hijo de la Ilustración, que ha secularizado el mundo
al desechar la naturaleza como fuente de la moral y de la ley,
alumbrando el mundo relativista y nihilista en que vivimos. Los
filósofos han buscado el momento en que la humanidad se desvió y
tomó el camino equivocado. Rousseau hablaba de la pérdida de la
inocencia original. Heidegger culpaba a Sócrates por haber desechado
lo importante, el “Ser”, en el esfuerzo por ofrecer un relato
racional de lo que es. Leo Strauss a Maquivelo por abandonar la
justicia natural como criterio para juzgar la política.
De
esta nostalgia de un pasado idealizado habla Mark Lilla en su breve
ensayo La mente naufragada. Franz Rosenweig, Eric Voegelin,
Leo Strauss, Lutero y San Pablo, las reseñas de dos libros de
autores franceses que escriben en el tiempo de los asesinatos
islamistas: Éric Zemmour y Michel Houellebecq. Una nostalgia que en
estos días se convierte en una fuerza radical y revolucionaria.
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