En la
portada del libro, un dibujo a todo color muestra el que debía ser símbolo de
la nueva Moscú, el Palacio de los Soviets, un edificio que con sus 415 metros
de altura tenía que superar a la torre Eiffel, una construcción en ascenso, al
modo de un zigurat moderno, punto de referencia de la ciudad, del gran país
comunista y del mundo entero, coronado por una imponente estatua de Lenin en
acero inoxidable, de 75 metros, que con el brazo extendido parece indicar que se ha asaltado el cielo.
El proyecto
debido al arquitecto Boris Iofán, inspirado en la arquitectura moderna de Nueva
York, París y Berlín, utilizaba la más alta tecnología, con 62 escaleras
mecánicas para acceder a los distintos niveles y 99 ascensores. La gran sala,
que debía albergar el Parlamento del Pueblo Soviético, tenía 140 metros de
diámetro y 97 de altura, con graderíos circulares con capacidad para 20.000
personas y coronada por una cúpula dorada. La pequeña sala, para cine, teatro,
música y otros eventos sociales, tenia una capacidad para 6.000 personas. El
mayor y mejor edificio del mundo iba a rellenar el gran socavón que afeaba el centro de la ciudad, junto al Kremlin, que había surgido en 1931 tras la
demolición de la Catedral de Cristo Redentor, de 102 metros de altura, que a su
vez había sido elevada para conmemorar la victoria sobre Napoleón en 1812. En
la catedral imperial de Nicolás II trabajaron los mejores arquitectos,
escultores y pintores de su tiempo, también en el proyecto de Iofán iban a
hacerlo los del suyo. Una y otro, Catedral y Palacio, se concibieron como “la
obra del siglo”.
En 1937,
donde debían forjarse los cimientos del Palacio, fue abriéndose un gran cráter
de 20 metros de profundidad. El inicio de la guerra acabó con el sueño
babélico, la utopía estalinista se dio de bruces con la realidad. El lugar
donde debía asentarse el símbolo de la perdurable civilización estalinista,
tras la desestalinización, fue ocupado por una gran piscina
climatizada de uso público y, tras la Perestroika, entre 1995 y 2000, volvería a ver la reconstruida catedral de Cristo Redentor.
Karl
Schlögel dedica la portada, el último capítulo y otras muchas páginas a la
utopía estalinista, el resto de esta obra de 858 páginas de texto y otras 150
de citas y bibliografía a su envés, el terror, del que la utopía se hizo inextricable
en este 1937, al que el autor dedica su investigación como año central del
proyecto estalinista. Durante ese año se produjeron los grandes procesos
espectáculo de depuración del sistema nacido veinte años antes, pero también
otros acontecimientos sobre los que Stalin fue dejando su huella. El empeño de Schlögel es mayúsculo, intenta dar cuenta de todo o
casi todo lo que sucedió ese año, aunque no siempre consigue
atrapar del todo la atención del lector, quizá por su ambición desmesurada, no
dejar nada de lo que ocurrió fuera de su estudio, quizá porque al poner como
hilo conductor el discurrir cronológico del año 1937, no ahonda en aspectos que
uno esperaba y sí en otros que parecen secundarios con tal de seguir el curso
de los meses, también porque atrapado en la ampulosidad totalitaria él mismo,
en su escritura, no siempre es capaz de rebajar el tono retórico, contagiado
por el exceso. En realidad el defecto mayor, a mi parecer, es que no ha
conseguido dar con un tono narrativo que mantenga el mismo interés en todos los
capítulos. Sin embargo, la información que ofrece es mayúscula y parece que esta
vaya a ser la obra de referencia sobre el tema durante mucho tiempo.
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