El puente sobre
el Drina fue construido por la voluntad de un visir, Memed Bajá Sokolovic, un
muchacho cristiano de las tierras de Bosnia, arrebatado a una familia de
campesinos, como era costumbre en aquella época para formar el cuerpo de
jenízaros, llevado a Estambul y convertido en un personaje importante, rico y
poderoso. La novela va contando la historia de las gentes que se agrupan en
torno a la confluencia del Drina con el Rzav, en la kasaba de Visegrad, sus barrios, arrabales y pueblecitos de los
alrededores, las vicisitudes en la construcción del puente, en 1566, la calidad
de los materiales, el ingenio de los hombres que lo hicieron, la incredulidad
de los vecinos ante tan magna obra, los intentos de sabotaje, los abusos, la
integridad y la corrupción. La historia grande de cuatrocientos años, de tanto
en tanto, se detiene en la historia menuda de los hombres que dejaron huella,
de quienes se guarda memoria, como la de aquel campesino, Radisav, que
saboteaba de noche lo que de día se construía, a quien detienen y con gran
detalle se nos cuenta su empalamiento.
Sobre las
aguas del río, sobre el propio puente y su kapija,
una terraza, a uno y otro lado, en el centro donde el puente se ensancha, en Visegrad
y en las aldeas que lo rodean, se suceden los acontecimientos, las periódicas
inundaciones que la gente recuerda de generación en generación, las
insurrecciones serbias contra el imperio turco o las historias románticas como
la de Fata, la bella y orgullosa muchacha de Velji Lug, a quien el hijo mayor de
la rica familia Hamzic, de otra aldea, Nezuke, le dijo que un día su padre la
llamaría nuera, pero ella le contestó que antes Velji Lug bajaría a Nezuke. Una
historia que como todas las historias románticas no acaba bien.
La vida
secular de las tres comunidades que habitan la zona, turcos musulmanes,
cristianos serbiobosnios y judíos, transcurre sin sobresaltos en el tiempo
lento de los siglos pasados. De vez en cuando se producen levantamientos serbios,
pero aunque las emociones están a flor de piel no trascienden, hasta que ya en
el XIX llega el ejército austrohúngaro pone fin al dominio otomano. Cuando el
nuevo dueño del puente introduzca cambios importantes en la administración, construya
el ferrocarril e importe un nuevo estilo de vida, más occidental, más
cristiano, la ciudad irá mudando como también cambia lo que se cuenta y el modo
de contarlo, el plano general cede paso al detalle. Aparecen personajes más
individualizados, con caracteres llamativos, el del jugador que en una noche se
juega la entera hacienda y la propia vida con un extraño que desaparece
misteriosamente. El soldado de guardia en el puente, un ucraniano fuerte e
ingenuo, que se enamora de una muchacha velada que lo cruza y que en ello le
irá la vida. La compleja Lotika, dueña del nuevo hotel que se construye junto
al puente, sensual y casta a un tiempo, capaz de manejar a cuanto hombre acude al
reservado para rondarla para que acabe dejando su dinero en bebida y apuestas. Sarko
el Tuerto, que con otros se reúne en la taberna de Zarije hasta altas horas,
emborrachándose cada día, al que sus compinches le hacen creer que la más bella
moza, Pasa, sueña con él, incluso después de que Pasa se case con un rico
comerciante del bazar, un hombre mayor que ya tiene otra mujer, se permite la
ensoñación aunque sabe que se burlan a su costa. Y ese otro personaje, Ali
Hoja, siempre a disgusto con los cambios, que se reconcome por dentro, que ante
la inminente llegada del ejército austrohúngaro se niega a participar en la
inútil resistencia y por ello le clavan la oreja a un poste en la misma Kapija.
Negociantes y soldados, serbios, turcos y austriacos en los últimos años del
siglo XIX, los mejores sin duda para esas tierras, a pesar incluso de
incidentes como el asesinato de la emperatriz Isabel por un anarquista
italiano.
Pero según
va avanzando el nuevo siglo las cosas empiezan a cambiar. Los estudiantes se
desplazan a estudiar al liceo de Sarajevo y después a Viena, Budapest o Zagreb.
En las vacaciones de verano traen modas e ideas que no se conocían en este
rincón, discuten en la kapija con el
ímpetu de la juventud, defendiendo el nacionalismo eslavo frente a los imperios
decadentes que les han dominado o el socialismo que han leído en libros que les
llegan en colecciones alemanas. Visegrad asiste entre la pasión y el
aturdimiento a las guerras que esas ideas originan, 1912 y 1913, y por fin el
verano de 1914, cuando asistimos al último episodio junto al puente sobre el
Drina.
Acabado de
leer el libro, impregnado de empatía, echo en falta la continuidad. En los
primeros días de la guerra, los austriacos en su retirada, minan el puente ante
el avance de los serbios y ya nada volverá a ser igual. ¿Cómo se reconstruyó?
¿Volvieron a reasentarse los vecinos que abandonaron Visegrad? ¿Cómo se vivió
la fundación del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos y luego la del Reino
de Yugoslavia, las tensiones entre sus diferentes nacionalidades, la llegada de
la otra gran guerra, el socialismo de Tito, las guerras de independencia, tan
cercanas a nosotros, la vida en la actual Bosnia-Herzegovina? Pero Ivo Andrić
no podía llegar a tanto. Escribió la novela en Belgrado, durante la Segunda
Guerra mundial y la publicó en 1945, le dieron el Nobel en 1961. Nacido en
Bosnia en una familia de origen croata, estudió en Viena, Zagreb y Cracovia,
vivió la mayor parte de su vida en Belgrado y allí murió. Podía explicar los
acontecimientos anteriores a la Primera Guerra mundial, pero cómo distanciarse
de los que vivió con intensidad. Ivo Andrić pertenecía a un país que no pudo ser.
Como en
todos los grandes libros, Ivo Andrić desarrolla una idea, metaforizada en el
puente, la del entendimiento y convivencia, el puente como lugar de paso entre el
Oriente de la islámica Turquía y el Occidente del más complejo mundo cristiano
representado por el imperio austrohúngaro. Junto al puente vive una abigarrada comunidad
de musulmanes, o turcos como se dice en el libro, que están cómodos con la
dominación otomana y luego la añoran, cristianos, la mayoría ortodoxos, algunos
de los cuales ven con buenos ojos el cambio de imperio, aunque otros conspiran
a favor de Serbia, y judíos, la mayoría sefarditas aunque también asquenazíes.
Una comunidad durante muchos siglos estable pero que se va alterando con la
llegada del nuevo poder imperial que arrastra a gente de muchas procedencias. La
convivencia de siglos, ese puente que permanece intacto, cuya kapija sirve de lugar de charla y encuentro,
epicentro de la vida de la kasaba, se
ve arrastrada por el vendaval que se desata en los Balcanes a finales del XIX
por la irrupción de los nacionalismos que acaban con el sistema imperial y
dejan maltrecho, ya en 1914, al propio puente. Ivo Andrić nunca expone sus
ideas directamente, deja que sus personajes hablen, debatan o cuenten al ritmo
de los cambios políticos. Narra con estilo clásico, preciso, al principio con
un ritmo propio de las mil y una noches, las historias se van enlazando con el
tiempo moroso de los siglos pasados, las vidas como ciclos naturales, como se
recuerdan riadas e inundaciones, después el ritmo se aviva y aparecen
individuos cuya peripecia se recuerda, se gana en intimismo, incluso en
análisis psicológico, cuando se acerca al tiempo contemporáneo, y cuando la
historia se acelera las vidas son zarandeadas en el vórtice del huracán de
1914. El puente sobre el Drina es una novela sabia porque el autor desaparece
tras las historias y los personajes, únicamente de vez en cuando el narrador se
afirma como perteneciente al lugar pero sin decirse cristiano o musulmán, turco
o eslavo, siempre del lado de la voluntad de vivir frente al imperio del poder. Un clásico.
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