Veo el
título, Los Castellanos, el autor, un
catalán, Jordi Puntí, y me lanzo sobre el libro sin dudarlo. Aunque voy
comprobando que no es lo que me esperaba. No es ningún ensayo, aunque podría
parecerlo en ocasiones, tampoco una novela que coja un personaje al modo de
Marsé para meterse en un mundo que merece ser contado, el de la distancia
aparentemente insalvable entre los catalanes que ya estaban y los que van
llegando, los charnegos. Ni una cosa ni otra, podría ser un conjunto de relatos
pero tampoco. Más bien se trata de una serie de instantáneas más o menos fijas
que la memoria le trae al autor. De hecho cada breve capítulo se inicia con una
fotografía, bellas en general, de la época de que se habla, finales de los
setenta y comienzos de los ochenta, rescatadas por el escritor de archivos
municipales, de Manlleu, más concretamente. Porque de ese pueblo, hoy ciudad, que
no se nombra, donde el autor vivió su infancia, tratan esos breves no relatos
enlazados. Las peleas callejeras entre los foráneos –esos castellanos del título- y los chicos del lugar, del colegio de
frailes y de la escuela pública a los que separadamente iban unos y otros, de
los bares diferenciados, de las disputas en los pinballs y en los trampolines en las piscinas de verano, de los
bloques de pisos –can García- en que se alojaban los inmigrantes, del barrio que denominaban Vietnam, de los cines
que frecuentaban, del quiosco de novelas baratas, de las revistas con chicas
que veían a escondidas, de las canciones, la rumba, de quienes querían vivir en
ambos mundos y se veía como traidores, de la guerra de cláxones cuando ganaba
el Barça, de la llegada, mucho más tarde, de los moros que ocupan los inmundos bloques
de pisos que dejan libres los castellanos.
Mientras lo
leo -leo, aquí, en Burgos- me cabreo conmigo por mi modo de mirar hacia atrás,
me es imposible prescindir de mi propia experiencia, no exactamente igual que
la de Jordi Puntí, aunque reconozco la atmósfera general, el tira i arronça, el ensamblado entre unos
y otros que se iba produciendo al compartir el BUP, la universidad, el trabajo
y el abismo que se ha ido abriendo en estos últimos años, un abismo que me
llena de prejuicios, que contamina la lectura, pero que Jordi Puntí no
manifiesta porque no trata de estos últimos horribles años.
No es mala
opción la que ha escogido, esa descripción ligera de aquellos años, sin entrar
en profundidades, sin embargo, quizá debido a que lo que leo es la traducción,
del propio Puntí, le hecho en cara la ligereza literaria, un reportaje
periodístico escrito en primera persona que elude el análisis por arriba, sociológico,
y por abajo, psicológico.
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