En Nebraska la anécdota que mueve la
historia es un pobre viejo con las facultades mermadas que cree que el recibo que una empresa de otro estado le ha enviado a su nombre, asegurando que le ha
tocado un premio de un millón de dólares si se suscribe a unas revistas, es
auténtico. Como no está para conducir se empeña en recorrer las 750 millas a pie, una y
otra vez, después de que le detenga la policía, la cascarrabias de su mujer o sus hijos. Emperrado como está, a uno de sus hijos no le queda otra que dejar su
trabajo unos días y llevarlo en el coche para que se percate por sí mismo de la
estafa. La peli es una road movie en la que suceden muchas cosas, entre otras
una parada en el antiguo pueblo donde antes había vivido la familia. Allí reencontarán a todos
los frikis imaginables: familiares avejentados y gordos cuyo pasatiempo en
beber cerveza en la barra del bar e inmediatamente después sentarse en un
butacón a ver la tele, vecinos que recuerdan cosas bestias y desagradables de
otros tiempos, todos reclamando fama para el pobre viejo del que esperan obtener parte de su anunciada fortuna. La rudeza de esta gente es a ratos hilarante
aunque en realidad habría que llorar antes de preguntarse cómo han llegado
hasta ahí y dónde está el remedio.
Nebraska juega con la poética de los profundos y hermosos paisajes horizontales y planos del
medio oeste americano, en blanco y
negro, con una música melódica igualmente poética y un montón de tipos raros, desacostumbrados en el cine, pero verosímiles en la vida
real.
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