martes, 13 de marzo de 2012

Un cuento de Gógol




            Imagina a un hombre más allá de los cuarenta, un hombre que puede parecerse a ti, un hombre que heredó de su padre una colección de novelas de autores rusos, y sólo rusos, un hombre que se acaba de separar. Ambos, el hombre y su ex mujer, viven en Madrid, él es oficinista y ella, no lo sé, quizá sea abogada o quizá profesora de exactas. Ella se ha quedado con la casa donde vivían, el hombre ha tenido que buscar un piso de alquiler. Cada uno se ha llevado sus libros, él, la colección de autores rusos, las obras completas de Tolstoi, las escogidas de Dostoievski y las seleccionadas de Chejov y unos cuantos libros más, todos de autores rusos; ella, autores franceses, pues la mujer no tiene oído para la música rusa. Cuando el hombre ya está en su nueva casa, se acuerda de un cuento de Gógol, busca y rebusca en su colección, pero no hay modo de que aparezca en los libros del autor ruso y tampoco en las antologías que recogen lo mejor de la literatura rusa. Era importante encontrar aquel cuento, porque trataba de un hombre que se parecía a él. Más o menos de su edad, con un trabajo parecido al suyo y una vida tan aburrida y yerta como la suya, pero que decidía cambiar de vida, inspirado por una mujer extrajera.

            El hombre se toma unos días de vacaciones, coge un vuelo charter y se va a Estambul. Se aloja en el Pera Palas, ese hotel donde las suites llevan el nombre de los famosos que un día durmieron en ellas. Con una guía de viajes en la mano, cruza el Puente Gálata, pasea junto a la Mezquita azul y Santa Sofía, visita el Gran Bazar, los famosos baños turcos de Çemberlitas, aunque a buen paso y sin probar las aguas caldeadas, porque allí por donde va nota la insistente mirada de hombres ociosos. De vuelta al hotel, se pasa por el bar para tomarse una copa. En el salón, recostada en una butaca, la piel blanca y la cabellera rubia de una mujer resplandecen frente al negro pianista y la fila de camareros con bigote. En contra de su habitual timidez, se acerca y la invita a una bebida. Desde ese momento, ambos, encerrados en la suite Hemingway, que es la habitación del hombre, no salen del hotel hasta el día en que el hombre ha de recoger sus cosas porque su vuelo charter sale para Madrid. Cuando despierta esa mañana, en la habitación sólo queda un rastro de perfume y en la bañera la espuma de un baño reciente. Recuerda el nombre de la mujer, Laila, su procedencia, libanesa, su profesión, escritora, aunque cuando firma la factura en recepción y ve la mirada burlona que se dirigen el contable y la telefonista comienza a dudar de las pocas respuestas que la mujer le ha ofrecido.

            Ya en Madrid, se pasa por la oficina. Allí le espera un paquete con una nota. La nota es de su ex que le dice que entre su colección de autores franceses ha encontrado un libro de Gógol. El hombre rompe el envoltorio, repasa el índice y comprueba que el cuento que buscaba no esta allí.

            Esta historia podría seguir tus trazas, amigo lector, o las mías o las de un amigo. En algunas cosas se parece a alguien que conozco, en la edad, en que acaba de separarse de una mujer, en que espera que otra le cambie la vida, en que Estambul sobrevuela su imaginación, pero no se trata de mi amigo porque a él no le entusiasman los autores rusos. Es un resumen del primero de los 9 relatos de un libro que se titula El hombre que vendió su propia cama, de Vicente Molina Foix.

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