“Ah, y además: prefiero lo que me acerca a los demás hombres que lo que me distingue de ellos. También esto es nuevo”.
Leer una novela de Emmanuel Carrère - ¿son novelas lo que
escribe?- no es leer cualquier cosa. No hace mucho leer novelas era una forma
de entretenimiento; todavía lo sigue siendo para muchos. Aunque es cierto que el
lector voraz acababa por toparse, en una novela buena, con algo que le
concernía, y que a continuación, tras ese reconocimiento, algunos lectores proseguían
la búsqueda, al acecho de la empatía y el descubrimiento. Sin embargo, creo que
en las últimas décadas, quizá desde Henry James para acá, los grandes escritores
han ahondado en la vida interior, en el desfloramiento, oso decir, del lector
ingenuo. Leer era descubrir y también sufrir, y hasta una forma de terapia, una
trasposición del psicoanálisis al ocio. Pero la terapia psicoanalítica ha
decaído, ya no está de moda. Los escritores están dejando la intimidad para
mostrar las evidencias del paso de los hombres sobre la tierra. Las huellas
físicas que el escritor narrador va recogiendo por donde va: billetes de tren,
fotografías, cartas de restaurantes al modo del alemán Sebald. Hay transiciones
entre un estado y otro de la escritura: desde Bernhard, por ejemplo, o el sudafricano
Coetzee o el propio Javier Marías hasta el realismo sucio americano de Carver,
Ford o Tobias Wolff.
Carrère ha decidido prescindir de los sucedáneos, de las
metáforas, de la retórica literaria e ir al grano. Contar estrictamente lo que
sucede. Lo ha hecho gradualmente, lo que les sucede a los personajes que salen
en los periódicos: El adversario; lo que le sucede a él mismo, Una
novela rusa; lo que les sucede a la gente con la que convive o conoce, a
sus amigos y familiares, esta De vidas ajenas, despojándose
progresivamente de la narración, del egotismo, convirtiendo la escritura en
respiración, el aliento que mueve la vida. Con ello el escritor no renuncia a
serlo, pero acepta un papel de mediador entre la vida vivida y la vida leída.
Un nuevo Courbet, poniendo el espejo junto al camino.
“Cada mañana desde hace seis meses, voluntariamente, he pasado unas horas delante del ordenador para escribir sobre lo que más miedo me da en este mundo: la muerte de un hijo para sus padres, a de una mujer joven para sus hijas y su marido. La vida me ha hecho ser testigo de estas dos desgracias, una tras otra, y me ha encomendado, o al menos así lo he comprendido, dejar testimonio de ellas. Me las ha ahorrado, rezo para que siga haciéndolo. A veces he oído decir que la felicidad se aprecia retrospectivamente. Pensamos: no me daba cuenta, pero yo era feliz entonces. En mi caso no es cierto”.
El libro comienza con el tsunami del sudeste asiático, con
algunas de las personas que perecieron entonces y con la angustia de sus
familias y acaba con un padre y sus tres hijas, cerca de Lyon, despidiendo a su
madre que acaba de morir de cáncer. Por el medio hay una historia de jueces atrevidos
y de personas desvalidas a quienes acaba de hundir en la miseria la letra
pequeña de los contratos fraudulentos de esas empresas prestamistas cuyos
anuncios vemos y oímos cada día en la radio o la televisión.
El autor no hace
literatura, no se inventa nada, cuenta. La inmensa mayoría de los libros que se
escriben son prescindibles, no pasa nada porque no los leamos, éste no.
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