Apenas
le dan las fuerzas para hacer un paseo de media hora por el camino
del río. Dice que las piedrecillas se le clavan en la planta del
pie, aunque me parece que las suelas de sus sandalias son sólidas.
Se apoya en un bastón y en mi brazo, pero a poco que caminamos se
talanguea, como se decía en el argot del pueblo, cede de un lado o
del otro. Le cuesta mantener el equilibrio. Lo mismo le sucede al
hablar. Comienza una frase y no la acaba. A veces le faltan las
palabras y otras se le va el sentido de lo que quiere decir o la idea
que se forjaba en su mente. Por una cosa o por otra la conversación
no se desarrolla, si acaso, como en un niño, se puede jugar al juego
de los nombres o de los lugares, quizá al de las sensaciones. A ver
si recuerdas a. Hombre, cómo no me voy a acordar. Dice que el
camino le recuerda a Castrillo. Parece que va a brotar un recuerdo,
que va a tomar forma, pero si intervengo, animando o preguntando, se
desvanece al instante, como el aroma de una flor pegada a la nariz.
Entonces se quedan las palabras solas. Porque salían los coches,
dice al cabo de un rato, como reanudando la conversación perdida
¿Del camino? Se olvidaban. ¿Qué se olvidaban? Los
coches.
¿Se
deteriora la mente, independiente del cuerpo? ¿Se desgastan los
engranajes del cuerpo, las articulaciones, la musculatura, los
huesos, sin afectar al sistema nervioso? ¿No estamos volviendo al
dualismo cartesiano? Si escuchamos a los neurólogos, y es fácil
poner la fe en ellos, ansiando como estamos una nueva fe, el prodigio
de la mente lo explicaría todo. Pero ellos mismos saben que la mente
es un sistema complejo en el que intervienen muchos elementos. La
mente no opera en el vacío, la mente es cuerpo. Resulta extraño
oírles hablar con el entusiasmo del profeta recién aterrizado de
descargar la mente en una memoria, de digitalizarla. Si ni siquiera
sabemos de los pasadizos de la memoria, de la emergencia de los
recuerdos. Cuáles se descargarían, ¿los primarios, aquellos que se
fijaron en el momento de la experiencia?, ¿los secundarios, aquellos
que son agregados por el paso del tiempo o los inventados, los que
tomados de prestado de un cuento, de una historia, del relato de un
contemporáneo? ¿Y cómo digitalizar las ideas que aparecen y
desaparecen en el instante, las que se contraponen en el mismo
pensamiento, el contenido informe de lo que cruza por la mente como
ráfagas de tormenta o la quietud significativa, los estados en los
que la mente sin descansar procesa o siente o crea? En esta
competición actual con las máquinas en la que damos palmas cada vez
que alcanzan un hito de procesamiento de datos, pero que nos aterra
el momento en que superen nuestra inteligencia, solo nos vale la
metáfora de la máquina inteligente. El cerebro es una máquina.
Pero no está hecho de chips, la corriente del sistema nervioso no es
únicamente eléctrica. Es un aglomerado de múltiples cosas que
funcionan al unísono.
Hasta
hace unas semanas recorríamos un largo trecho. Dejábamos atrás las
casas admirablemente construidas por antiguos canteros, en las que
aun se aprecian los anchos portones por donde entraban los carruajes,
con sus arcos de medio punto, ahora cegados o recortados sobre
dinteles rectangulares, los sillares cúbicos, los aleros de piedra
como cojines. Seguíamos por la vieja carretera de la que apenas
quedan trozos de asfalto, pasábamos un par de arroyos, uno tomado
ahora por el verdín, con el agua estancada, otro convertido en
cañaveral, y llegábamos al río, tras haber ascendido al puente
bajo el que pasan los trenes en dirección a Valladolid. Aguantaba
todo el paseo, a ritmo pausado, sin quejarse. Me gustaba oír sus oh,
sus fíjate, sus mira, cuando veía pasar un convoy o
el agua del Arlanzón deslizarse con ímpetu bajo la carretera o a lo
lejos la colorida cinta de los camiones por la autovía. Ahora apenas
levanta los ojos del pedrerío que le hiere la planta de los pies,
encorvada, huesuda, encogida, enseguida se le altera la respiración
cuando pasamos el primer arroyo y antes de que lleguemos al segundo
me dice que sí si le pregunto si quiere sentarse. No hay más que un
antiguo mojón de carretera en el que sentarse. Reposa unos minutos.
La vuelta se le hace más trabajosa y otra vez hemos de buscar algo
en lo que descansar. Las manos se le han ido volviendo blancas,
rugosas, diminutas. Se las mira como si no fuesen suyas, como la
cara, tan menuda que harían falta dos para componer la que antes
tenía.
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