martes, 8 de octubre de 2019

Oh, fíjate, mira



Apenas le dan las fuerzas para hacer un paseo de media hora por el camino del río. Dice que las piedrecillas se le clavan en la planta del pie, aunque me parece que las suelas de sus sandalias son sólidas. Se apoya en un bastón y en mi brazo, pero a poco que caminamos se talanguea, como se decía en el argot del pueblo, cede de un lado o del otro. Le cuesta mantener el equilibrio. Lo mismo le sucede al hablar. Comienza una frase y no la acaba. A veces le faltan las palabras y otras se le va el sentido de lo que quiere decir o la idea que se forjaba en su mente. Por una cosa o por otra la conversación no se desarrolla, si acaso, como en un niño, se puede jugar al juego de los nombres o de los lugares, quizá al de las sensaciones. A ver si recuerdas a. Hombre, cómo no me voy a acordar. Dice que el camino le recuerda a Castrillo. Parece que va a brotar un recuerdo, que va a tomar forma, pero si intervengo, animando o preguntando, se desvanece al instante, como el aroma de una flor pegada a la nariz. Entonces se quedan las palabras solas. Porque salían los coches, dice al cabo de un rato, como reanudando la conversación perdida ¿Del camino? Se olvidaban. ¿Qué se olvidaban? Los coches.

¿Se deteriora la mente, independiente del cuerpo? ¿Se desgastan los engranajes del cuerpo, las articulaciones, la musculatura, los huesos, sin afectar al sistema nervioso? ¿No estamos volviendo al dualismo cartesiano? Si escuchamos a los neurólogos, y es fácil poner la fe en ellos, ansiando como estamos una nueva fe, el prodigio de la mente lo explicaría todo. Pero ellos mismos saben que la mente es un sistema complejo en el que intervienen muchos elementos. La mente no opera en el vacío, la mente es cuerpo. Resulta extraño oírles hablar con el entusiasmo del profeta recién aterrizado de descargar la mente en una memoria, de digitalizarla. Si ni siquiera sabemos de los pasadizos de la memoria, de la emergencia de los recuerdos. Cuáles se descargarían, ¿los primarios, aquellos que se fijaron en el momento de la experiencia?, ¿los secundarios, aquellos que son agregados por el paso del tiempo o los inventados, los que tomados de prestado de un cuento, de una historia, del relato de un contemporáneo? ¿Y cómo digitalizar las ideas que aparecen y desaparecen en el instante, las que se contraponen en el mismo pensamiento, el contenido informe de lo que cruza por la mente como ráfagas de tormenta o la quietud significativa, los estados en los que la mente sin descansar procesa o siente o crea? En esta competición actual con las máquinas en la que damos palmas cada vez que alcanzan un hito de procesamiento de datos, pero que nos aterra el momento en que superen nuestra inteligencia, solo nos vale la metáfora de la máquina inteligente. El cerebro es una máquina. Pero no está hecho de chips, la corriente del sistema nervioso no es únicamente eléctrica. Es un aglomerado de múltiples cosas que funcionan al unísono.

Hasta hace unas semanas recorríamos un largo trecho. Dejábamos atrás las casas admirablemente construidas por antiguos canteros, en las que aun se aprecian los anchos portones por donde entraban los carruajes, con sus arcos de medio punto, ahora cegados o recortados sobre dinteles rectangulares, los sillares cúbicos, los aleros de piedra como cojines. Seguíamos por la vieja carretera de la que apenas quedan trozos de asfalto, pasábamos un par de arroyos, uno tomado ahora por el verdín, con el agua estancada, otro convertido en cañaveral, y llegábamos al río, tras haber ascendido al puente bajo el que pasan los trenes en dirección a Valladolid. Aguantaba todo el paseo, a ritmo pausado, sin quejarse. Me gustaba oír sus oh, sus fíjate, sus mira, cuando veía pasar un convoy o el agua del Arlanzón deslizarse con ímpetu bajo la carretera o a lo lejos la colorida cinta de los camiones por la autovía. Ahora apenas levanta los ojos del pedrerío que le hiere la planta de los pies, encorvada, huesuda, encogida, enseguida se le altera la respiración cuando pasamos el primer arroyo y antes de que lleguemos al segundo me dice que sí si le pregunto si quiere sentarse. No hay más que un antiguo mojón de carretera en el que sentarse. Reposa unos minutos. La vuelta se le hace más trabajosa y otra vez hemos de buscar algo en lo que descansar. Las manos se le han ido volviendo blancas, rugosas, diminutas. Se las mira como si no fuesen suyas, como la cara, tan menuda que harían falta dos para componer la que antes tenía.


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