Le
pregunto si le molesta la música. No responde, aunque noto que algo
se mueve en su rostro. Ha sido su manera de proceder, nunca decía si
algo no le gustaba, dejaba que los demás impusiesen sus gustos, su
protesta era muda.
Estamos en el coche de cara al crepúsculo. Le pregunto si le duele
la cabeza. Me dice, ya
te lo he dicho.
Y así es, ya me lo había dicho. Cada vez le cuesta más hacer los
movimientos en los que el cuerpo tiene que doblarse o retorcerse,
cambiar de posición, incluso cuando se incorpora después de haber
estado sentada, se queda encorvada y he de
forzarla para
que se enderece. Esta mañana, he tenido que ralentizar al máximo
sus movimientos para que pudiese alzar una pierna y luego la otra
para entrar en la bañera. No la cambié por un plato y ahora que
prácticamente no está en casa me
cuesta meterme en obras. Le ha costado más salir que entrar, pero
encorvada lo ha logrado apoyando sus manos como garras en el grifo y
en el borde de la bañera. Hacía más de un mes
que no la bañaba. He
estado de viaje. He
notado la diferencia. He tenido que sobreponerme al olor corporal,
más intenso que otras veces. He tenido que frotar con cuidado con la
esponja,
tenía una herida en el coxis,
pero
como hace siempre ha podido secarse ella sola por delante. Entrar en
el coche no le resulta tan difícil como hacerlo en la bañera. Aún
así cuando se dobla queda en el asiento delantero en una posición
rara, vencida hacia un lado, cuando le pongo el cinturón. Rodando le
he preguntado si estaba cómoda. Me ha respondido que le dolía la
cabeza. Lo he achacado al tinnitus,
el constante matraqueo que le viene martirizado desde
hace tantos
años. En la radio, Liszt hacía juegos de agua sobre el piano, una
composición relajante, de esas que te recolocan el cerebro
estresado. Ha siso cuando le he vuelto a preguntar si le dolía la
cabeza, ya
te lo he dicho.
Me ha sorprendido, porque ya habían pasado unos minutos y doy por
supuesto que en ese intervalo ya ha borrado lo anterior. Pero no era
así. ¿Acaso su memoria no está tan perdida como imagino? ¿Retiene
cosas pero se las calla para no molestar? ¿No estará acaso pensando
en el abandono a que es sometida? Le pongo el dorso de la mano en la
frente, la temperatura parece normal. Bajo la música hasta casi
apagarla. Entonces le hago mirar hacia adelante. El sol se está
fundiendo en el horizonte. Reflejos metálicos encienden el cielo en
dirección a Valladolid. Anchas franjas de naranjas, ocres y rojos
dan un toque fantasmal a lo que queda de tarde. A
que es bonito,
le digo. Los sonidos que emite son incomprensibles, pero adivino que
hay algo de afirmativo en lo que dice. La luz se escurre mientras
ella se toca el pañuelo de gasa color turquesa que ciñe su cuello.
Ahora siempre parece tener frío.
No
he podido compartir con ella ninguno de los apuntes de felicidad que
el día me ha ido deparando, y han sido numerosos. Después de
bañarla he ido a lo mío, me he despreocupado. No ha sido
tiquismiquis a la hora de comer, lentamente ha ido comiendo todo lo
que tenía delante, no como otras veces, pero yo estaba a lo mío,
fotos, chats, música, viviendo en mundos diferentes, sin poder pasar
parte de mis momentos a los suyos. Ha paseado y tomado el sol dos
veces, ese sol que la acaricia con dulzura. El resto del tiempo ha
estado en el sofá, en el que siempre descansa cuando está en casa.
Al llegar a Celada, no he apresurado el paso. El horizonte se iba
apagando hacia un azul frío. Por encima de nuestras cabezas la luna
iniciaba su fase creciente. He hecho que levantase la cabeza, y mirar.
En
la sala una cuidadora agobiada por el trabajo atendía a unos cuantos
ancianos. Le he quitado los zapatos, el abrigo, la bufanda. La he
dejado sentada en una butaca. La he dado un par de besos y le he
dicho como siempre que la varía pronto. Una mujer se quejaba de que
se había caído. Me ha pedido que la enderezase en la silla. Lo he
hecho, pero no parecía muy satisfecha, como ninguno de los hombres y
mujeres que la acompañaban, solos en sus butacas, ausentes,
ensimismados. Solos.
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