miércoles, 25 de septiembre de 2024

Ortigia y Neápolis en Siracusa

 



Dejamos atrás los montes barrocos del Valle de Noto para circular por la llana autovía que nos lleva a Siracusa, al hotel Scala Greca, y, tras una siesta y un baño en la piscina, a uno de esos lugares que o te encantan o te decepcionan sin terminar medio, la isla de Ortigia. Hay que armarse de paciencia por el muy denso tráfico y la dificultad de encontrar aparcamiento.




Siracusa y Agrigento son nombres que nos llegan de la bruma del pasado. Ahora son otra cosa. Junto a las ruinas prestigiosas se han desarrollado ciudades caóticas. El sol palidece sobre la isla atada por un puente a Siracusa. Todo está apretado aquí, los edificios, las terrazas de los restaurantes, los turistas. El paseo hasta la fortaleza que levantaron los tiranos griegos, en la punta que cierra una bonita bahía, junto a la orilla del mar, es estrecho, salvo la ovalada plaza central donde están el Ayuntamiento y la magnífica catedral que, a ratos, por las gruesas columnas del antiguo templo de Atenea sobre las que se elevó, recuerda la Santa María del Mar de Barcelona. A esta hora tardía, cuando los turistas somos expulsados del templo, las luces reberberan sobre su portada rococó.




La isla está asociada a Artemisa y al tirano Dionisio, famoso por haber expulsado a los habitantes de la ciudad para que en la isla solo vivieran sus cortesanos. Aquí tuvo su casa Platón en el 361 ac, soñando con que Dionisio le confiase el gobierno de los filósofos. Aquí Arquímedes ideó los espejos ardientes, y otras máquinas, con los impidió que las naves romanas que asediaban el puerto la tomasen. Durante un breve tiempo fue capital bizantina y luego ciudad arábiga, normanda, aragonesa y borbónica española.




Paseando nos sorprendió, en la atestada terraza junto al mar, las largas tablas llenas de frutos del mar. Todo el mundo, quería sentarse allí, había una larga cola. No sé cómo tuvimos suerte y hallamos hueco. Nos atendió una joven argentina que estaba buscando en el Mediterráneo un lugar en el mundo donde vivir.




Era temprano en la mañana dominical, al día siguiente, cuando los autobuses depositaban su carga junto a la entrada del Parque arqueológico de Neápolis. Sin duda, estábamos saturados por lo antiguo como para apreciarlo en su valor. Más, cuando el teatro griego, preparándose para algún tipo de representación, estaba cubierto por una argamasa metálica que impedía ver su estructura original.




El parque, situado en una colina no muy alta, es un vasto repositorio donde los arqueólogos han puesto a salvo lo que han ido encontrando en los alrededores de la creciente Siracusa: la antigüedad fragmentada en un teatro, un ninfeo, una necrópolis (a la más vistosa de las tumbas se la denomina de Arquímedes), un circo, templos y el gran anfiteatro (140 m de largo y 119 m de ancho, bastante más grande que un campo de fútbol), en parte, como el teatro griego, excavado en la roca, sin duda lo mejor conservado: el vomitorio y las escaleras para acceder a la cavea, el corredor por donde gladiadores y animales salvajes entraban a la arena, y un arco dedicado a Augusto.




La parte del parque que más atrae a los turistas, y que ya admiró hasta el propio Cicerón, son las formas de la vieja cantera (latomia del paradiso) que nutrió las obras de la ciudad, hoy un paseo ajardinado con plantas aromáticas mediterráneas y pequeñas lagunas que deja al descubierto galerías y cuevas de gran tamaño (en la Oreja de Dionisio, ya famosa en la antigüedad, los turistas ponen a prueba su voz para convertirla en eco), que excavaron los antiguos canteros, a lo que se ha añadido las modernas esculturas de Mitoraj.


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