miércoles, 10 de marzo de 2021

Los griegos antiguos, de Edith Hall

 



Una lectura atenta y prolongada nos abstrae del mundo circundante, valiosa pues se sobrepone a la vida en que estamos embarcados, agitados por el oleaje incesante e inestable de las minúsculas incitaciones de lo digital que a cada momento nos asalta. La lectura atenta, sosegada, ajena al paso de las horas es un privilegio del que pocos pueden disfrutar, una de esas pérdidas probables en la fractura del tiempo, cuando de una época se pasa aceleradamente a la siguiente sin que nos percatemos hasta que ya la hemos perdido. "Desacelerar, ir más despacio, absorber la información cuidadosamente y tomarse tiempo para reflexionar antes de pasar a la acción", aconsejaba el estoico Epicteto, uno de los filósofos de los que trata la autora de este libro. Con la ayuda de Edith Hall, nos embarcamos en el viaje más placentero a las fuentes del pensamiento que ha conformado buena parte de nuestro modo de ver y de vivir. La cultura griega abarca, a su entender, dos milenios, desde la época micénica hasta el 400 d C. A su modo de entenderla no tiene que ver tanto con la conformación de un imperio, que al fin fue breve, la época de Alejandro y sus sucesores, sino el modo de organizar la sociedad en las formas variadas de la política pero sobre todo en la manera de concebir la vida, el entendimiento del mundo y la relación con todos cuantos conformaban la koiné, la lengua y cultura común. Para entender esa cultura tan prolongada en el tiempo, y también en el espacio, la autora nos habla de las diez características que definieron la mentalidad de los griegos antiguos en cada una de las comunidades helénicas, en especial la ateniense: una curiosidad insaciable, una civilización marinera, la desconfiados por naturaleza hacia quienquiera que exhibiese atributos de poder, la competitividad, el excelente ejercicio en el arte de la oratoria, amantes de la risa hasta el punto de institucionalizarla en la comedia, adictos a los pasatiempos placenteros y, por encima de todo, la apertura a la innovación, a adoptar ideas foráneas y a expresar su subjetividad. Cada una asociada en los diez capítulos del libro a una etapa de la historia de la cultura griega.


La principal lección que extraigo, tras la lectura de un periodo tan vasto, es la relativa importancia de los hechos políticos, tan pronto consumidos por la historia, y, en cambio, la permanencia más prolongada de la reflexión filosófica y moral, es decir, del primordial interés por la vida que se abre paso, cueste lo que cueste, entre dificultades. La cultura griega nos ha legado una forma de entender el mundo pero también una forma de vivir. La ciudad es el centro de ese legado: los ciudadanos vivían en urbes planificadas con mercados centrales, consistorios y teatros adornados con columnas acanaladas, estatuas y pórticos pintados donde atendían a cuestiones políticas, morales y filosóficas, con festivales periódicos en los que competían músicos ambulantes, atletas y autores de tragedias y comedias. El mundo de la cultura griega se acaba, según Edith Hall, cuando el emperador Teodosio, en el 391, sanciona el cristianismo como religión oficial del Imperio, prohibiendo todas las formas de adivinación y cerrando los oráculos, entre ellos el más ilustre, el de Delfos, que había sido centro de culto griego durante más de 1000 años, más o menos en la misma época en que un grupo de cristianos fanáticos daba fuego al monumento del saber griego por excelencia, la Biblioteca de Alejandría. Sin embargo, el primer escrito que nos ha llegado de la tradición cristiana, la Primera Epístola a los Tesalonicenses, de Pablo de Tarso, aún estaba escrito en griego.


Palladas, poeta alejandrino del siglo IV, autor de tensos epigramas, lamenta de este modo al final la cultura griega: “nosotros los helenos (paganos) somos hombres reducidos a cenizas que nos aferramos a nuestras esperanzas enterradas en los muertos; ahora todo esta patas arriba”. Juliano, el último emperador pagano, intentó restablecer los antiguos centros de culto. Para ello envió a su médico de cabecera a Delfos para brindar su apoyo a la sacerdotisa. Este fue el último oráculo de Apolo:


Decid al rey que la sala de las esculturas se ha derrumbado.

Apolo no tiene ya una cámara, ni hojas proféticas de laurel.

Ya no habla fuente alguna. El agua que tanto tenía que decir

se ha secado por completo.

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