jueves, 11 de marzo de 2021

Conversación

 



No es necesario topar con un fanático, basta con hacerlo con uno que piensa en circular, un solitario desacostumbrado a hablar con otro, uno que se alimenta únicamente de fuentes contaminadas, siempre las mismas. No lleva a nada la conversación, no hay posibilidad de mutua fecundación, tan solo fragmentos de cosas leídas o escuchadas, mal articulados. En una conversación así tu propio pensar se desarticula, se agota hasta la impotente mudez. Emerge una frustración que te anula. Es lógico pensar entonces, para qué he acudido, por qué estoy perdiendo este tiempo valioso. Dónde están los buenos amigos con quienes quiero conversar.


Aprender a expresarse y articular el pensamiento, a escuchar con atención y a incorporar las ideas desprendidas del pensamiento del otro, son fases de la educación de un ciudadano. Escuchamos y hablamos, mantenemos una conversación para detectar las ideas enmohecidas que permanecen en nuestra mente mal ventilada, también para captar lo que aún no se nos había ocurrido y que nos parece digno de ser pensado. Una conversación es útil si los que dialogan se respetan, se temen y se admiran al mismo tiempo: tememos que nos desvelen nuestras ideas viejas, trasnochadas o inútiles, que guardábamos candorosamente por falta de contradicción, admiramos la frescura del pensar que no teme la contradicción y que nos hace ver aquello en lo que no habíamos caído.


Las palabras valen si brotan del contacto, si se hacen cosas tangibles, de la misma sustancia que el vino que estamos compartiendo. En confianza, las ideas que brotan en la charla tocan el brazo del amigo o se dulcifican en la mirada que sabe distinguir la franqueza del engaño o de la utilidad, del amigo que te mira como su igual frente al vendedor de crecepelo.


Un país es la suma de conversaciones, de la disputa familiar al pequeño club de lectura, de la amable charla de amigos llena de buen humor, con unas cuantas cervezas sobre la mesa, al debate reglado en el Parlamento. No importa que el debate sea hosco, que el enfrentamiento dialéctico sea áspero, como que sea respetuoso y honesto: que surja la convicción de que las malas ideas son desechables y que hay otras buenas que deben ser aceptadas para la buena marcha del país. No importa quién las defiende, si es hermoso y bien plantado y de buena voz (y menos que nada ha de importar en nombre de quién habla, a qué corriente pertenece, cuáles son sus credenciales), como si lo que dice además de ser razonable, apoyado por buenos argumentos y mejores hechos, define bien los problemas a los que el país se enfrenta y ofrece perspectivas de solución.


En el Parlamento, la conversación se acota en un lugar y en un tiempo que reúne las condiciones especiales de lo sagrado. Los representantes, separados y ungidos, se disponen a hablar como suma y resumen de todas las conversaciones que antes se han tenido en el país.



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