lunes, 23 de agosto de 2021

La atendida llamada de los yates

 






El día era caluroso, cercano al bochorno. Huyendo de la aglomeración turística de las calles junto al secular palacio romano, algunos paseábamos parsimoniosos por el paseo de los yates. Nos admiraba aquella exhibición de lujo, riqueza y juventud. Nos fijamos en los nombres -Lost boys, Amore...-, en el tamaño, si los dueños estaban dentro o no, en la servidumbre, si estaban solos, si bebían, si el patrón coleccionaba chicos o chicas. La tarde decaía pero la humedad recalentada se hacía por momentos insoportable. Nos sentamos en un banco del paseo. Ociosos, perseguíamos una frase que contuviese la complejidad del mundo: riqueza y pobreza; enfermos y sanos; viejos y jóvenes, mientras nuestra mirada vagaba por el extraño mundo de los yates. Había tantos y tan diversos que impedían ver la línea del horizonte. Justo enfrente, algo escorado hacia la derecha, en un yate mediano un hombre sentado se entretenía con un móvil. No nos hubiese llamado la atención si no hubiese levantado la mirada de la pantalla hacia el paseo. En concreto, hacia dos chicas que estaban sentadas en un banco a nuestra derecha. Se estableció un juego de miradas cruzadas. El hombre sonreía y volvía a la pantalla. En las pestañas de las chicas aleteaba la llamada de los yates. Más tarde el hombre saludó con la mano. Enseguida comprendimos que iba a pasar algo.


El hombre se levantó y desapareció en la parte oculta del yate. Reapareció con una camisa limpia, suelta. Intuimos que se había refrescado y puesto unas gotas de colonia en el cuello. Por sus trazas, espigado, facciones huesudas, pelo ralo y pajizo, se diría un hombre eslavo, quizá ruso. Sabíamos qué iba a hacer. Hacíamos cábalas sobre su estatus. ¿Sería un potentado ruso? El tamaño del yate no era para tanto. ¿Sería el dueño, un empleado? Se veía a muchos chicos y chicas jóvenes en labores de mantenimiento dentro de los yates. En uno de ellos, bastante más grande, dos niños correteaban por la cubierta ante la mirada complacida y riente de unos padres de piel curtida. No dudábamos, el pelo azabache, la piel, el espesor familiar de la escena, los kilos de más, los toscos modales indicaban la procedencia de algún sultanato del Golfo. Una chica con pantalón azul oscuro y polo blanco seguía seria y concentrada las evoluciones de los niños.


Efectivamente, el hombre eslavo salió del yate y se plantó delante de las chicas. Solo podíamos adivinar lo que decían. Las chicas lo recibieron con sonrisas. El hombre se sentó junto a ellas. Hablaban. El hombre pronto se sintió cómodo. Cruzó las piernas, extendió el brazo derecho sobre el respaldo del banco. Su conversación era fluida, les hacía sonreír. Pero de las dos solo a una prestaba atención, a la más cercana. Una era más rubia, la otra más morena. La primera, con un vestido floreado de tonos frescos amarillos. La segunda con pantaloncillo oscuro y blusa clara. Esta nos pareció más guapa pero muy seria, frente a la risa franca y fácil de la primera. El eslavo y la rubia no cesaban de hablar. La morena intervino un par de veces pero pronto se vio desplazada y aunque se esforzaba en seguir la conversación en algún momento desconectó y abrió la pantalla de su móvil.


El hombre señalaba hacia el mar, hacia las islas camino de Dubrovnik. Supusimos que las invitaría a subir al yate. Había un rincón en una isla, quizá una cueva, donde la luz solo penetraba por el fondo del mar, produciendo efectos mágicos de un azul poco común. La rubia parecía dispuesta a aceptar la invitación. No lo teníamos tan claro con la morena. Cuando creíamos que la charla se prolongaba más allá de lo que cabía esperar pues la tarde se iba sumiendo en sombras, apareció una mujer en la cubierta del yate. Vio lo que sucedía en el paseo; no pareció darle importancia. Se mostraba ocupada, una taza, quizá una tetera, una silla que cambiaba de lugar. Desapareció en el interior, volvió a reaparecer y luego se sentó. No miraba de frente lo que sucedía, pero era evidente que no perdía detalle.


Cuando el eslavo percibió que era observado, cambió. Recogió los brazos sobre el regazo, su postura se hizo rígida. No podíamos observarle el gesto porque estaba de espaldas a nosotros. También las chicas observaban lo que sucedía en cubierta. La sonrisa de la rubia se hizo menos franca, la de la morena se animó. Siguieron conversando, aunque intuimos que de la cueva azul ya no se hablaba. Fue nuestra conversación la que se avivó. ¿Serían pareja formal el eslavo y la mujer del barco? Parecían ambos coetáneos, en la cuarentena los dos, ella más cerca a los cincuenta, él a los cuarenta. Él, más saludable y fibroso, ella con algunos kilos de más. La circunstancia mandaba en el carácter, ella aparecía segura, despreocupada, al mando. Él, dubitativo. Por ello, uno de nosotros mantenía que ella era la patrona y él el empleado. Hasta dónde llegaban sus servicios, era cosa difícil de establecer. Lo que era evidente es que no les unía una simple relación contractual.


Por momentos, la situación se hizo insostenible. El eslavo se puso de pie. Aún siguieron conversando. La rubia levantaba la cabeza y estiraba el cuello, quizá porque el tono de voz del hombre se había ido apagando. Aún así ambos sacaron los móviles y teclearon. Un nombre, un número, la promesa de un viaje. Se despidieron con sonrisas. No hubo contacto de mejillas ni apretón de manos. Las chicas caminaban hacia la ciudad, el eslavo entró en el yate. Nosotros estábamos en vilo. En cubierta se inició una conversación. Era evidente que había preguntas firmes, categóricas se podría intuir. Era más difícil deducir algo de las respuestas. El hombre hablaba contenido, sin gesticular. Como la conversación se mantenía a la vista de quien quisiese mirar, no contemplamos una escena. La mujer volvió a las interioridades del barco. El hombre permaneció de pie, nos vio, seguramente hacía rato que sabía que le estábamos mirando.


No pudimos soportar la fría mirada del eslavo. La reuhimos. También nosotros nos pusimos de pie y caminamos hacia el pequeño puerto donde había más yates amarrados. En nuestra nuca sentíamos cómo se afilaba un cuchillo. Alguien dijo que acelerásemos, quizá lo hicimos porque ya estábamos buscando un lugar para tomar una cerveza y acudir al baño, pero eran locales con derecho de admisión, un club privado. Ni una cosa ni otra pudimos hacer y tuvimos que volver sobre nuestros pasos. El hombre seguía de pie en la cubierta del barco. No osamos mirarle de frente, pero estábamos convencidos de que él sí nos miraba. Buscamos una mesa en una terraza, en calles horizontales paralelas al mar y en otras que ascendían. Había huecos pero estaban reservados. Por fin encontramos una mesa para cuatro. No hace falta decir sobre qué giró la conversación aquella noche. A unos les interesaba el estatus del eslavo, ¿un mafioso ruso, un criado para todo? A otros, cómo podría continuar la historia, ¿acudirían las chicas a una llamada?, ¿estaría presente la mujer?, ¿se verían obligadas a complacer las raras demandas de los ricos?


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