Hay un momento del año pongamos mediados de agosto en que la vida está suspendida bajo las verdes y anchas hojas de la arboleda. Lo nota uno en los paseos y más en las terrazas bajo las enramadas de los plátanos de sombra. Hombres y mujeres charlan distendidos junto a un café, si es en las pequeñas poblaciones del interior, separadamente. La hora es indistinguible, pues el día no sucede, el mediodía es de la misma naturaleza que la tarde o la anochecida. Las palabras se enganchan en la corteza escamada o en los nudos que los jardineros han trenzado en el plátano para impedirle crecer. Nada raro puede suceder entonces, pues vida y tiempo están entrelazados, amortiguados, una dentro del otro, perdida la urgencia y estrépito, quietos en la placidez que agosto se reserva. Si el universo permaneciese en esa hora el mundo sería perfecto.
En ese discurrir sin transcurso comparecen quienes compartieron con nosotros esas mismas horas. Los nota uno en las sillas aparentemente vacías o de pie esperando que alguien les deje hueco, con ganas de proseguir la conversación que quedó interrumpida. En los días de agosto, cuando el día de disuelve en noche y esta se prolonga en mediodía, los muertos que recordamos con amor vuelven a la charla.
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