Una
buena novela negra es como un mecanismo de precisión. Todo tiene que
encajar. En su desarrollo deben aparecer pistas, algunas engañosas
para tratar de esquivar al lector listillo, el que quiere dejar en
evidencia al autor, que miradas al final, cuando la solución del
caso ha sido presentada, le hagan decir al lector, ah, pues sí. Pero
no solo eso, en la novela negra, en general en la novela de género,
hay una competición entre el autor y el lector, aquel tiene que
demostrar que sabe más que este, al menos en el mecanismo de la
trama, sea este el que sea, ya sea cómo funcionan las bandas de
gánsteres, el mundillo de los clubs nocturnos, la vida interior de
un partido político, la mente de un psicópata, la de un adicto o la
del que padece una fobia. O al menos que sea verosímil. Los buenos
autores estudian a fondo y dan detalles precisos del funcionamiento
del contexto donde se desarrollan los hechos de la trama. Me vienen
nombres: Philip Kerr, Raymond Chandler o Don Winslow. y Posteguillo,
Le Carré en otros géneros. El lector los admira por eso, porque
desconoce la escenografía que describe el autor, los detalles que él
ha ido recopilando. Aunque en realidad saben poco del tema que
muestran conocer, solo esos detalles intrascendentes, señuelos
vistosos con los que el lector se conforma para dar crédito a lo que
se le muestra. Hay otro tipo de autores que lo que hacen es envolver
al lector en sus expectativas, no necesitan saber más que él, solo
confirmarle sus pautas morales dividiendo el mundo entre los malos
que ya se sabe quiénes son y los buenos que también. La actual
novela negra está a rebosar de este patrón, a millares. No daré
nombres. Su éxito es temporal, caerá en el olvido rápidamente.
Muchos de esos autores en realidad escriben con las técnicas poco
exigentes del best seller para lectores conformistas, que son la
mayoría, por eso hablamos de best sellers. Hablar de literatura es
otra cosa.
Una
obra literaria no necesita ser un mecanismo de precisión sino otra
cosa que el lector no espera y le sorprende. La sorpresa puede venir
de muchos sitios, de la materia del lenguaje, de la música de las
palabras, de la voz que habla en el libro, del río de la literatura
que corre por ella o de lo que se cuenta, que quizá no sea novedoso
pero sí lo es en la forma de contarlo. Una obra no es un tratado y
no se preocupa por tanto de hacer un diagnóstico o una descripción
precisa y menos una prescripción aunque algunos autores caídos en
el olvido lo hayan intentado más de una vez. Una obra no se parece a
nada, no responde a reglas cuando la leemos por vez primera, aunque
luego si la releemos con afán analítico veamos pautas ocultas y
referencias. La novela negra por contra no las oculta, al contrario
responde a un código que a veces es visible y otras no tanto. Cuando
cogemos una novela de género sabemos qué vamos a leer, queremos que
Julio César pase el Rubicón y derrote a sus enemigos, que el espía
a pesar de sus flaquezas al final desenmascare al enemigo, que los
capitostes nazis acaben perdiendo la partida, que los malos mueran en
el tiroteo o acaben entre rejas. La obra literaria, por el contrario,
rompe nuestras expectativas, salvo que lo que deseemos es que nos
sorprendan, la obra maestra es única porque crea sus propias reglas,
porque absorbiendo la tradición la renueva o le da un revolcón. En
la mesa ante el plato los los olores, los sabores que van apareciendo
son nuevos, únicos, inesperados, pero puede que tras la degustación
cojamos una salmonelosis y tengan que hospitalizarnos.
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