Lo
que da sentido a esta serie, en su segunda temporada, son sus
personajes. Lo de menos es su trama, donde no hay desarrollo sino
repetición. Los
escenarios, castillos en Inglaterra, aviones y barcos, largas mesas, vuelven una y
otra vez. Los
guionistas han puesto poco de su parte para hacerla evolucionar, tan
seguros están de que lo que funciona son ese puñado de personajes
de una familia rica y poderosa, dueña de un grupo de medios de
comunicación, a lo Rupert Murdoch o Berlusconi, y otras divisiones
de entretenimiento, con un padre tiránico y cuatro hijos que quieren
heredar su poder. Al espectador enganchado, todo espectador de series
es un enganchado (habría que reflexionar sobre ello), le interesa
ver la vulgaridad de esos tipos. Le gusta recrear a los poderosos
como cultural y moralmente desarrapados, ya que no puede medirse con
ellos por su riqueza, por su desapego de la necesidad, necesita
sentirse superior en el mundo de los valores. Ahí los guionistas le
dan gusto: visten sin elegancia, hablan zarrapastrosamente,
son
torpes
al expresar sus sentimientos, hasta inútiles en el juego sexual, y solo caben dos variedades o son tontos inconscientes de serlo o listos y malos.
Solo les mueve una ambición sin límites en la que los aliados les
valen hasta la próxima batalla, donde
la familia no es un lugar de reposo o recompensas, ni
un
refugio ante los desastres emocionales, sino al contrario una cancha
donde se dirimen las peleas. Guionistas
y productores cuentan con dos bazas, diálogos muy bien elaborados:
llenos de anacolutos, incorrecciones, vulgaridades, y los actores: lo
contrario de guapos, musculosos, adorables. Y a su alrededor un montón de aduladores e interesados, lo que es lo mismo, que no tienen ni media frase, a veces ni un plano. El espectador de esta
serie lo tiene muy difícil si quiere identificarse con alguno de
ellos, pero
no
lo busca, lo que quiere es verlos rebozarse en el barro.
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