Cada
vez que vuelvo, temo cómo me la voy a encontrar. Siempre es peor.
Hasta le cuesta formar la sonrisa con que me acoge. Se resiste a
levantarse de la butaca, a enderezarse, a poner los pies en
movimiento. Necesita el bastón, más importante que las piernas o
los brazos, un seguro para mantenerse en pie. Camina encorvada, con
los ojos cerrados o con la vista perdida en el suelo.
Hoy
hace un día turbio, cegado al sol. Las nubes informes son un manto
gris que llena el firmamento. Ahora la lluvia ha hecho una pausa. No
la saco a la calle, aunque sé que es bueno que respire el aire de la
mañana, no tiene fuerzas. La subo al segundo piso. Le hago caminar
sobre dos paralelas. Lo hace lentamente, cuando llega al final se
gira y busca a tientas las barras. Hace unos meses estos ejercicios
parecían cosa de niños. Hace girar una rueda, pero levantar un
brazo por encima de la cabeza, siguiendo el movimiento, es un esfuerzo titánico, lo hace a trompicones, de forma discontinua, pero pone el empeño. Se cansa. Le
ayudo a llegar a la ventana.
Cuando
ve el ir y venir de los camiones en la autovía se anima, como si
cobrase vida. Entonces le vuelve el habla: van
a un lado y a otro,
dice. Ese
hombre tan fuerte,
dice. Si le pregunto por el hombre que yo no veo, dice, pues
ese rojo de ahí,
pero no hay hombre ni rojo en el campo de visión. Le dirijo la vista
hacia las palomas que revolotean, son
siempre blancas,
dice, hacia un gato que bordea un muro, hacia un perro adormilado
junto a una escalera. El movimiento que ve o siente la reanima, la
despereza, como si la vida fuese un estado de la materia, un cambio
de fase.
La
llevo de nuevo a las máquinas de ejercicios, pero se cansa pronto.
Siéntame,
dice. Necesito escribir, pensar en mí y en ella, en el invierno que
se acerca. Le señalo la era verde que vemos desde la ventana
trasera, los árboles desnudos, un poco más lejos, junto al río. No
vemos, hoy, ningún tren que pase, sé cómo le alegra el paso veloz
del tren. No sé a quién sirven más estos encuentros, si a mí o a
ella. La veo reanimarse, cobrar algo de la vida que se le escapa tan
rápidamente, pero yo detengo mi agitación interior, se calma en mí
el chantaje de la realidad al que soy incapaz de hacer frente.
Le
recuerdo lo que me decía cuando yo era un niño, camina
rederecho, para que ella haga lo mismo. Lo intenta, pero
enseguida vuelve a encorvarse. Hago que se siente en una butaca.
Apoya las dos manos huesudas sobre el bastón y la barbilla sobre
ellas, agotada. No me reanimo tan pronto, dice cuando le pido
que volvamos a caminar. Recuerdo hace unos años, cuando yo la
acompañaba con mis hijos pequeños a ver a su hermana en otra
residencia, llena de vida, dándole charla, llevándole regalos. Me
urgía para que la acompañara, solo será un momento, decía.
Yo veía los eslabones de la cadena, ordenados por el tiempo que no
se detiene, como los veo ahora, desgastándose, rompiéndose, dando
paso al siguiente.
Ha
enflaquecido, solo es piel y huesos, apenas tiene voz y cuando la
suelta es como un canto que se apaga pero canto al fin. Pienso en la
crueldad, no sé definirlo de otro modo.
Escribo
para que la vida me asalte y me salve, para que se acomode lo que soy
con lo que debería, pero nunca lo consigo, el dolor me impide llegar
hasta el fondo.
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