martes, 17 de diciembre de 2019

Pasa el tiempo



Cada vez que vuelvo, temo cómo me la voy a encontrar. Siempre es peor. Hasta le cuesta formar la sonrisa con que me acoge. Se resiste a levantarse de la butaca, a enderezarse, a poner los pies en movimiento. Necesita el bastón, más importante que las piernas o los brazos, un seguro para mantenerse en pie. Camina encorvada, con los ojos cerrados o con la vista perdida en el suelo.

Hoy hace un día turbio, cegado al sol. Las nubes informes son un manto gris que llena el firmamento. Ahora la lluvia ha hecho una pausa. No la saco a la calle, aunque sé que es bueno que respire el aire de la mañana, no tiene fuerzas. La subo al segundo piso. Le hago caminar sobre dos paralelas. Lo hace lentamente, cuando llega al final se gira y busca a tientas las barras. Hace unos meses estos ejercicios parecían cosa de niños. Hace girar una rueda, pero levantar un brazo por encima de la cabeza, siguiendo el movimiento, es un esfuerzo titánico, lo hace a trompicones, de forma discontinua, pero pone el empeño. Se cansa. Le ayudo a llegar a la ventana.

Cuando ve el ir y venir de los camiones en la autovía se anima, como si cobrase vida. Entonces le vuelve el habla: van a un lado y a otro, dice. Ese hombre tan fuerte, dice. Si le pregunto por el hombre que yo no veo, dice, pues ese rojo de ahí, pero no hay hombre ni rojo en el campo de visión. Le dirijo la vista hacia las palomas que revolotean, son siempre blancas, dice, hacia un gato que bordea un muro, hacia un perro adormilado junto a una escalera. El movimiento que ve o siente la reanima, la despereza, como si la vida fuese un estado de la materia, un cambio de fase.

La llevo de nuevo a las máquinas de ejercicios, pero se cansa pronto. Siéntame, dice. Necesito escribir, pensar en mí y en ella, en el invierno que se acerca. Le señalo la era verde que vemos desde la ventana trasera, los árboles desnudos, un poco más lejos, junto al río. No vemos, hoy, ningún tren que pase, sé cómo le alegra el paso veloz del tren. No sé a quién sirven más estos encuentros, si a mí o a ella. La veo reanimarse, cobrar algo de la vida que se le escapa tan rápidamente, pero yo detengo mi agitación interior, se calma en mí el chantaje de la realidad al que soy incapaz de hacer frente.

Le recuerdo lo que me decía cuando yo era un niño, camina rederecho, para que ella haga lo mismo. Lo intenta, pero enseguida vuelve a encorvarse. Hago que se siente en una butaca. Apoya las dos manos huesudas sobre el bastón y la barbilla sobre ellas, agotada. No me reanimo tan pronto, dice cuando le pido que volvamos a caminar. Recuerdo hace unos años, cuando yo la acompañaba con mis hijos pequeños a ver a su hermana en otra residencia, llena de vida, dándole charla, llevándole regalos. Me urgía para que la acompañara, solo será un momento, decía. Yo veía los eslabones de la cadena, ordenados por el tiempo que no se detiene, como los veo ahora, desgastándose, rompiéndose, dando paso al siguiente.

Ha enflaquecido, solo es piel y huesos, apenas tiene voz y cuando la suelta es como un canto que se apaga pero canto al fin. Pienso en la crueldad, no sé definirlo de otro modo.

Escribo para que la vida me asalte y me salve, para que se acomode lo que soy con lo que debería, pero nunca lo consigo, el dolor me impide llegar hasta el fondo.


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