En
la vida con los demás llegamos a acuerdos, establecemos pactos de
convivencia. Algunos con el consentimiento explícito de las personas
implicadas, por ejemplo con la pareja con
la que hemos decidido vivir,
otras de modo tácito, con el padre o los hijos a quienes más allá
de la consanguinidad decidimos
querer y ser amigos. En otros casos el acuerdo no es tan evidente,
pero existe, por ejemplo con los líderes
de opinión
que seguimos cada mañana o con escritores, en concreto. Leemos una
novela, nos
gusta y
le somos fieles en las que han de venir y le concedemos íntimamente
el estatuto de escritor, algo muy importante para el lector de largo
aliento, y para el propio escritor. Con Elvira Lindo tengo un contrato a medias, no me gustaba
aquel personaje infantil que creó en la radio, pero durante un
tiempo leí sus artículos dominicales. Casi siempre estaba de
acuerdo con ella, hasta estos tiempos impíos cuando he empezado a
descreer de mucha gente a la que antes seguía.
Empecé
a leer esta novela con desgana, no me enganchaba, hacía pasar rápido
las páginas, hasta que ya mediada leí escenas que tenían fuerza,
emocionantes, bien contadas: la muerte de la madre, la relación con
uno de los personajes, Jabato, el aborto en una clínica de
Madrid, el
relato de la vida dura, solitaria, depresiva, de una madre separada
con hijo. La novela ha ido ganando fuerza, mayor a medida que iba
aproximándose al final. En los últimos capítulos, conseguía que
me identificase con ella hasta el punto de pensar mientras leía,
como hago con los libros que me llegan, Elvira eres de los míos.
Me han tocado el relato de su noche de hospital y la angustia por el
hijo mientras está viviendo un año en Nueva York. Intensos,
emocionantes, con ritmo vivo, así he vivido los dos últimos
capítulos, hasta que he llegado al punto final. Entonces, ahí, en
el punto final, la novela se me ha caído de las manos. Me he sentido
engañado. Una novela no es un telefilm, ni una serie, ni siquiera
una película. El escritor también establece un pacto con el lector
y debe cumplirlo. Algunos libros no deben responder por la historia
que cuentan, porque hay escritores que no cuentan historias, su pacto
es con el idioma o con la herencia
literaria
de la que asumen la pesada carga de su continuación,
pero hay otros que cuentas historias y deben ser fieles a ellas. Si
han decidido contarlas deben contarlas enteras, no abreviarlas, ni
bosquejarlas o dejarlas a medias. Aquí hay dos historias que no se
cuentan o una promesa de historia que no era tal. La autora o la
protagonista, pues la novela está escrita en primera persona, no nos
cuenta por qué está en el hospital, nos advierte que es un secreto
guardado que le costó contar a su actual marido, pero el
lector
espera
que se lo cuente a él también,
no nos dice por qué está en el hospital y por qué es tan
importante ese suceso, más
allá de la ruptura definitiva con su primer marido.
La segunda se refiere al hijo. Visto en
perspectiva el
destinatario de la novela
es
el hijo, no el lector. Es posible que satisfaga al hijo, pero no al
lector. El final de la novela, donde la intensidad y la
identificación es mayor, nos cuenta la preocupación, un océano de
por
medio, de la madre por el hijo. Consigue transmitir ese latido de
angustia al lector, pero luego no hay nada. He
leído por ahí, en una crítica, que
la novela tiene mucho de autobiográfica, no me importa si lo es o
no, solo la juzgo en función del pacto conmigo, lector, y como tal
me siento defraudado porque no me ha contado lo que esperaba y porque
me ha prometido una historia a la altura de la angustia de la
protagonista que al final no era nada. La
novela acaba con un abrazo en el aeropuerto sin mayor explicación. Mientras iba leyendo pensé que la escritora había desperdiciado media novela, ahora pienso que la ha desperdiciado entera.
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