jueves, 19 de diciembre de 2019

Lo que me queda por vivir, de Elvira Lindo (2010)



En la vida con los demás llegamos a acuerdos, establecemos pactos de convivencia. Algunos con el consentimiento explícito de las personas implicadas, por ejemplo con la pareja con la que hemos decidido vivir, otras de modo tácito, con el padre o los hijos a quienes más allá de la consanguinidad decidimos querer y ser amigos. En otros casos el acuerdo no es tan evidente, pero existe, por ejemplo con los líderes de opinión que seguimos cada mañana o con escritores, en concreto. Leemos una novela, nos gusta y le somos fieles en las que han de venir y le concedemos íntimamente el estatuto de escritor, algo muy importante para el lector de largo aliento, y para el propio escritor. Con Elvira Lindo tengo un contrato a medias, no me gustaba aquel personaje infantil que creó en la radio, pero durante un tiempo leí sus artículos dominicales. Casi siempre estaba de acuerdo con ella, hasta estos tiempos impíos cuando he empezado a descreer de mucha gente a la que antes seguía.

Empecé a leer esta novela con desgana, no me enganchaba, hacía pasar rápido las páginas, hasta que ya mediada leí escenas que tenían fuerza, emocionantes, bien contadas: la muerte de la madre, la relación con uno de los personajes, Jabato, el aborto en una clínica de Madrid, el relato de la vida dura, solitaria, depresiva, de una madre separada con hijo. La novela ha ido ganando fuerza, mayor a medida que iba aproximándose al final. En los últimos capítulos, conseguía que me identificase con ella hasta el punto de pensar mientras leía, como hago con los libros que me llegan, Elvira eres de los míos. Me han tocado el relato de su noche de hospital y la angustia por el hijo mientras está viviendo un año en Nueva York. Intensos, emocionantes, con ritmo vivo, así he vivido los dos últimos capítulos, hasta que he llegado al punto final. Entonces, ahí, en el punto final, la novela se me ha caído de las manos. Me he sentido engañado. Una novela no es un telefilm, ni una serie, ni siquiera una película. El escritor también establece un pacto con el lector y debe cumplirlo. Algunos libros no deben responder por la historia que cuentan, porque hay escritores que no cuentan historias, su pacto es con el idioma o con la herencia literaria de la que asumen la pesada carga de su continuación, pero hay otros que cuentas historias y deben ser fieles a ellas. Si han decidido contarlas deben contarlas enteras, no abreviarlas, ni bosquejarlas o dejarlas a medias. Aquí hay dos historias que no se cuentan o una promesa de historia que no era tal. La autora o la protagonista, pues la novela está escrita en primera persona, no nos cuenta por qué está en el hospital, nos advierte que es un secreto guardado que le costó contar a su actual marido, pero el lector espera que se lo cuente a él también, no nos dice por qué está en el hospital y por qué es tan importante ese suceso, más allá de la ruptura definitiva con su primer marido. La segunda se refiere al hijo. Visto en perspectiva el destinatario de la novela es el hijo, no el lector. Es posible que satisfaga al hijo, pero no al lector. El final de la novela, donde la intensidad y la identificación es mayor, nos cuenta la preocupación, un océano de por medio, de la madre por el hijo. Consigue transmitir ese latido de angustia al lector, pero luego no hay nada. He leído por ahí, en una crítica, que la novela tiene mucho de autobiográfica, no me importa si lo es o no, solo la juzgo en función del pacto conmigo, lector, y como tal me siento defraudado porque no me ha contado lo que esperaba y porque me ha prometido una historia a la altura de la angustia de la protagonista que al final no era nada. La novela acaba con un abrazo en el aeropuerto sin mayor explicación. Mientras iba leyendo pensé que la escritora había desperdiciado media novela, ahora pienso que la ha desperdiciado entera.


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